el Contribuyente

Las grietas de la democracia: AMLO, Trump y la perversión de las mayorías

Que la democracia se basa en la decisión de las mayorías no solo no es absoluto, sino que es inexacto. Y usado perversamente, puede ser muy peligroso.

El principio de que la democracia se basa en la decisión de las mayorías no solo no es absoluto, sino que es inexacto. ¿Qué son las mayorías? ¿Y a las minorías quién las protege, en todo caso? Además, se le deben oponer contrapesos si se trata de asuntos técnicos en los que “las mayorías” poco o nada pueden decidir porque ignoran los detalles sobre esa materia. Son asuntos en los que deciden otro tipo de minorías: las élites. Por ejemplo, temas de salud pública, de infraestructura, de tecnología, fiscales o financieros. Aún así, las mayorías pueden objetar y detener un avance del progreso, de la ciencia, o de la economía si hay consenso a este respecto.

El tema del consenso es, desde luego, muy borroso. Si en el país priva el sufragio universal (y no se opera ningún fraude), se puede tener un retrato más o menos directo de la decisión mayoritaria en al menos un tema claro: quién va a gobernar. Por supuesto, no toda la población de un país en condiciones de emitir su voto lo hace, por lo que ese retrato queda sesgado por quienes sí decidieron votar.

Fuera de ese acto político (que implica un enorme despliegue de recursos y logística), el resto de los consensos en el mundo se ajustan a otros mecanismos. Los congresos y los parlamentos se conforman por representantes populares (llámense senadores, diputados, ministros, etcétera). Es decir, una élite de ciudadanos que se supone elegida por mayorías locales (más otros designados por distintos mecanismos de representatividad o de conveniencia). Ellos diseñan las reglas por las que el país va a funcionar. La idea que anima los congresos es agilizar los consensos: es más fácil contar el voto de unos cientos, que el de millones de ciudadanos.

El diseño de las distintas formas de democracia es un espectro que va de lo parlamentario a lo presidencial, y nunca es infalible o perfecto. Si es un presidencialismo absolutista, o una oligarquía (el gobierno de unos pocos para unos pocos), por definición deja de ser democracia. Pero aún en ese punto medio precario, el sistema exhibe imperfecciones: por ejemplo, en México casi nadie sabe por cuál diputado o senador se votó, o qué pretende. Se asume, por ejemplo, que si pertenece al partido que ganó la presidencia tenderá a ajustarse a la voluntad del presidente, aun si esto implica oponerse al bienestar de sus electores.

El caso Trump: cuando las mayorías se corrompen

También se pervierte el diseño democrático en el momento en el que el gobernante o representante no busca más que perpetuarse en el poder. En este afán, pueden emplearse todo tipo de argucias. Una de las más comunes es pervertir el consenso de las mayorías, para luego usarlo como respaldo moral a decisiones cuestionables.

Veamos el ejemplo de Donald Trump en los Estados Unidos: desde que empezó su campaña para reelegirse como presidente anunció que se orquestaría un fraude en contra suya. No era otra jugada absurda, como muchas de sus acciones como presidente. A la vista de cómo se han desarrollado los acontecimientos, resultó una jugada perfectamente planeada. Si hubiera ganado, olvidaría el asunto de la elección fraudulenta y él seguiría en el poder otros cuatro años. Pero como perdió, sacó provecho de esa narrativa de la elección arreglada. No importa que la evidencia y los datos duros desmientan su historia mientras haya, por obra de la democracia, un número considerable de votantes que le crean.

En muchos casos, esos votantes conforman mayorías locales. La pregunta es: si un representante del gobierno desea mantenerse en el cargo en su localidad, ¿debe de acoplarse a la visión de esa mayoría de votantes sin importar lo dañinas, irracionales, manipuladas y falsas que estas sean? Así está sucediendo en estos momentos en el país vecino, donde varios representantes se están alineando a la narrativa viciada del actual presidente para mantenerse en el cargo a como dé lugar.

El periódico The Washington Post reveló durante el fin de semana pasado, la grabación de la conversación que Trump sostuvo con el secretario de estado de Georgia. En ella, le ordenaba hallar cerca de doce mil votos que le permitieran cambiar los resultados de la elección que perdió. La petición no sólo fue absurda, sino que podría ser ilegal (aunque es improbable que se le procese por ello). Me parece poco probable que el mandatario no estuviera consciente de que esa llamada no podría “filtrarse” y hacerse pública. Más porque, durante la llamada estuvo asesorado por al menos una abogada. Podemos decir que apostó a que la llamada se haría pública. Un acto planeado. Un montaje escénico.

Para sus votantes, esa llamada no fue el acto vergonzoso de un tirano aferrándose al poder, como podría pensarse desde una óptica democrática. Para ellos, su presidente está haciendo hasta lo imposible para combatir un fraude de proporciones históricas que le está arrebatando el poder. Para ellos, los datos duros han sido manipulados y el resultado es que “ganaron los malos”.

Es imposible que Trump y su grupo reviertan los resultados de la elección que perdieron. Pero seguirán envenenando las conciencias de sus millones de votantes para que presionen en contra del orden constitucional que lo llevó a perder; envenenamiento que le favorece a él y a su grupo. Ahora, esos votantes están haciendo barricadas frente al Capitolio para defender la narrativa que los define.

El caso AMLO: cuando las mayorías son indiferentes

En el gobierno mexicano actual hay un similar desprecio hacia todo dato o apreciación inconveniente al régimen. La defensa de lo indefendible, por parte de la élite gobernante y sus comunicadores de cabecera, se sustenta de modo directo o indirecto en esa mayoría que aprueba al presidente y sus decisiones. Cuando la mayoría es indiferente a tal o cual medida, argumentan la ira de su contraparte: la minoría que lo desaprueba porque “les han quitado sus privilegios”.

Cuando el presidente López Obrador teme herir la susceptibilidad de su mayoría de votantes, o de algún grupo de interés, se sale por la tangente por medio de una “consulta popular”. No importa que la consulta es un ejercicio de democracia al vapor que nunca cumple con los mínimos estándares metodológicos. Tampoco importa que esas consultas sometan a consideración derechos humanos de algunas minorías, o grupos vulnerables, si las mayorías que deciden una elección encuentran “incómodos” esos derechos, y no pretenden concederlos. Si en la consulta la mayoría pierde, el presidente no pierde a su núcleo de votantes. Si gana, la minoría seguirá quejándose, pero ni quien la escuche.

Desde luego, el desprecio ante las cifras abre paso a la opacidad, que a su vez facilita la corrupción. Pero qué importa porque el relato que repite a diario el ejecutivo es que tal corrupción “ya se acabó”. No aporta pruebas. 

Tanto Trump como López Obrador, construyeron su numerosa base de votantes a partir de aglutinar comunidades que por décadas acumularon hartazgo ante gobiernos que los desdeñaron. Ambos mandatarios han manejado una narrativa radical, que ofende a sus opositores (y a la lógica convencional), pero fascina a sus votantes más resentidos, que creen estar ante un líder que los escucha. En realidad, les construyeron narrativas a modo, donde sienten que son favorecidos, aunque no haya diferencia realmente.

Para ellos, la versión sensata, factual, de la realidad es desconfiable. Están dispuestos a todo con tal de que no haya otro gobierno que los saque del relato.

 

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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo en El Contribuyente, y Goula. También es director de Etla, despacho de narrativa estratégica.

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