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¿De qué estamos hablando exactamente? El riesgo de preferir las palabras a los datos duros

Las palabras son insuficientes para describir los tonos de gris, o de color, o de textura, de la complejidad humana. En cambio, son muy eficaces para el alto contraste, y eso es un riesgo.

Nuestra mente procesa los colores del espectro visible y distingue entre alrededor de un millón de colores distintos. Puede inteligir los tonos musicales y, con entrenamiento, puede detectar exactamente qué notas suenan en cualquier acorde. Somos capaces de procesar minucias en el lenguaje no verbal cuando estamos conversando, que pasarían inadvertidas a cualquier inteligencia artificial si no fuera porque nuestra mente está predispuesta a detectar esos signos. Aún así, cuando se trata de procesar ideas, somos unos brutos.

El problema es el lenguaje. O mejor debiera decir: el problema es que normalmente procesamos las ideas con palabras. Las palabras son subterfugios que simplifican groseramente la riqueza del mundo. Pongamos que digo: “automóvil rojo”. Si señalo con el dedo el vehículo en cuestión de un grupo dado de coches estacionados y solamente uno de ese grupo responde a esa descripción, mi frase es perfectamente funcional pues indica a qué auto me refiero. Pero si hay más de uno, la frase es insuficiente; tengo que especificar: el que está más cerca, o el más nuevo, o el de tal marca. Si lejos de esa escena, digo esa misma frase aquí, en abstracto, tu mente creerá que imaginó un carro rojo. Lo cierto es que comuniqué muy poco. A ver, ¿a qué modelo de auto hice referencia y de qué año? Luego: ¿qué variante del color rojo? Aún si yo especificara, y dijera: el tono “rojo carmesí fuego”… ¿alguien que no sea el concesionario de autos pudo pensar el mismo coche que yo pensé? No.

El error de preferir las palabras a los datos

Esto es porque el lenguaje es limitadísimo. A pesar de ello, al escribir —como ahora— es la única herramienta que dispongo para proyectar en tu mente lectora una secuencia de ideas. Desde luego, tú y yo tenemos que disponer del mismo código: el mismo idioma, el mismo alfabeto. Y más allá de eso, más o menos, semejantes referencias culturales. Si es difícil precisar con el lenguaje (y por ende con el pensamiento) algo que de suyo puede precisarse en un objeto en concreto como un “automóvil rojo”, cuando hablamos de ideas, de conceptos, de sentimientos, de ideales, el asunto se pone muy borroso.

Eso en sí mismo no es malo ni bueno. Depende del contexto. Por ejemplo, lo borroso funciona a las mil maravillas con las canciones. Si José José cantaba “Qué triste fue decirnos adiós…” planteaba la idea desdibujada de una separación, en la que todos los que hemos sufrido mal de amores cabemos perfectamente. Pero en otros ámbitos es hasta peligroso. Por ejemplo, en la política, en las relaciones humanas, y en nuestra construcción mental del mundo, lo borroso puede conducir a errores con consecuencias lamentables.

Para reducir en la medida de lo posible las ambigüedades del lenguaje, desde hace décadas se ha procurado traducir a datos numéricos todo tipo de aspectos de la realidad. Las representaciones estadísticas o macroeconómicas dan todavía un retrato muy borroso, sin duda, pero al menos está sustentado en una metodología que mide lo mismo con los mismos parámetros y compara los resultados a lo largo del tiempo. Hay margen de error siempre. Los números están sujetos a interpretación, también. Pero es un punto de partida para hacer un análisis razonado.

Sin embargo, desdeñar las metodologías porque son inexactas de suyo (lo son, nadie lo niega), y volver a la apreciación empírica, que es sesgada, parcial y contaminada de intencionalidad política, es confiar demasiado en las palabras. Los políticos de la post-verdad que dicen tener “otros datos” o que se enredan en la retórica para demostrar lo indemostrable, han operado una regresión que necesariamente lleva a la polarización de los mensajes.

Las palabras y su “realidad” de alto contraste

El hecho es que el idioma es, como dijimos, muy torpe para comunicar con exactitud los matices. Las palabras son insuficientes para describir los distintos tonos de gris, o de color, o de textura, de la complejidad humana. En cambio, son especialmente eficaces para el alto contraste: los buenos contra los malos; los justos contra los injustos; los fieles contra los infieles; los elegidos de Dios contra los no elegidos; los conservadores contra los no conservadores; los cultos contra los ignorantes; los de derecha contra los de izquierda; los pro contra los anti.

Un problema se añade a lo burdo de las anteriores oposiciones: que las palabras utilizadas son significantes vacíos. Me explico: si digo buenos contra malos, qué quiero decir con buenos, qué quiero decir con malos. De acuerdo al prisma moral con el que se trate la realidad, la bondad puede ser contradictoria. Cuando era niño y veía películas de vaqueros, invariablemente los malos eran los apaches. Con eso nos quedábamos tan tranquilos: estaba bien que los vaqueros los masacraran. Una vez que uno revisa la historia, se da cuenta que los vaqueros eran los invasores de los territorios apaches; no solamente eso, sino que los invadían y los masacraban. Era justo que los apaches se defendieran matando a uno que otro vaquero; digámoslo mejor: a uno que otro invasor de sus tierras y asesino en masa de sus seres queridos.

El vacío de las palabras: el bien y el mal, según quién, dónde, cuándo, por qué. Lo mismo con todas las demás palabras. El actual presidente de México acusa de conservadurismo a sus adversarios cuando él es más conservador que ellos. Él ha llenado la palabra con su propia acepción que muta conforme le conviene mejor. Pero eso pasa cuando no hay datos que permitan fijar, bajo ningún parámetro, el límite de las cosas.

El peligro no termina en la torpeza del lenguaje, ni en quien emite los mensajes, sino que continúa con los oyentes. Los humanos somos proclives a aceptar y a abrazar la simplificación de las ideas. Lo necesitamos para sobrevivir, de hecho. Es la sintaxis del miedo. Se señalan los peligros en general: no te acerques a arañas, serpientes, alacranes y fieras porque te pueden hacer daño o matar. Desde luego ni todas las arañas ni todas las demás alimañas son letales, pero como advertencia funciona la generalización. Luego ya, la experiencia y el conocimiento transmitido, se añaden los matices.

Pero mientras aprendemos a matizar, nos cautiva el alto contraste. Los productores de telenovelas y reality shows lo saben. Por eso los villanos son los personajes más interesantes: son los inteligentes, los que llevan la historia. Son odiosos, pero su maldad nos tiene enganchados. No podemos decir lo mismo de la bondad subnormal de los protagónicos. Son de una ingenuidad exasperante, pero justo eso mismo enciende nuestra irracionalidad: la indignación, el deseo de justicia.

A fuerza de procesar la realidad con el alto contraste de las palabras, las dimensiones quedan achatadas y los matices desaparecen. A menos que sepamos esto y conscientemente nos detengamos a procesar los mensajes, seguiremos híper receptivos a los mensajes viscerales, falaces y simplistas de la gente en el poder.

 

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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo en El Contribuyente, y Goula. También es director de Etla, despacho de narrativa estratégica.

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