el Contribuyente

¿En realidad sabemos qué es “buen gusto” y qué es “mal gusto”?

Por ejemplo: creemos casi sin discutir que saber de vinos es “de buen gusto”, cuando en realidad lo es porque es un gusto caro, y confundimos el buen gusto con poder adquisitivo. En esto reflexiona nuestro columnista Felipe Soto Viterbo.

En cuestiones de gustos, se rompen géneros, dice el refrán. Cuando la diferencia en los gustos es radical, también se rompen amistades o sobrevienen divorcios. Se dice que los gustos son muy personales, y serán “muy respetables” mientras no sean una forma mal disfrazada de segregación o abuso hacia otras personas. (En tal caso, no es cuestión de gustos, sino de discriminación, de odio y de ignorancia; si algo como el “mal gusto” indiscutible existe, sería éste: el que depende de la humillación a otras personas.)

Lo que te gusta te define tanto como lo que no te gusta. También lo que en realidad disfrutas, pero no lo admitirías ante los demás; sino solamente con quienes compartes eso que llamas “gusto culposo”.

En ese sentido, lo que no te gusta, ¿de verdad te disgusta o solamente no quieres que te guste? Me explico. Hay cosas que no deberían de gustarte bajo ninguna circunstancia, como el sabor del cianuro. Si lo pruebas y te gusta, es poco probable que lo puedas volver a consumir en los pocos segundos que te resten de vida. Otras cosas o eventos son inmediata y orgánicamente desagradables, como una quemadura, una herida, o un mal olor. En 1889, la ciudad de Friburgo, en Alemania, tuvo que ser evacuada por una fuga de tioacetona, una sustancia tan pestilente que provoca náuseas incontrolables, incluso al grado de dejarte inconsciente. La buena convivencia social también aconseja que no debería de gustarte la pareja matrimonial de otra persona, pero eso no es un gusto sino una regla, y con frecuencia se incumple.

Haciendo a un lado lo que pone en peligro nuestra vida (o el matrimonio ajeno), el resto puede disfrutarse, aunque la mayoría de la gente lo encuentre aborrecible. Es aquí donde el gusto entra en el campo de la subjetividad. Así como detestamos el ardor de una quemadura porque señala un peligro inminente a nuestra vida, mucho de lo que odiamos no es que sea desagradable, sino que pone en peligro esa idea borrosa de lo que llamamos “nuestra personalidad”.

Tu personalidad es imaginaria

Esa personalidad que tú piensas te define, con la que crees que las demás personas te identificamos, es el resultado de la cultura que te moldeó por años. Algunos elementos de esa cultura los absorbiste sin ningún tipo de filtro (como, por ejemplo, tu lengua materna), algunos otros lograste cuestionarlos y decidir si los aceptabas o no (como hablar, o no, con groserías), otros más los buscaste activamente (como el aprendizaje de otro idioma) o te los impusieron (como el “correcto” uso del español). Esa mezcla de lo que absorbiste, lo que cuestionaste, lo que aprendiste activamente y lo que te impusieron, es lo que te representa, a groso modo.

Tus gustos estarán definidos por esos parámetros: habrá cosas que te gustan porque las absorbiste sin ningún filtro. Por ejemplo, las armonías musicales. Por siglos, sólo nos entraban cinco notas, hay culturas que perfectamente se las han apañado con cinco sonidos hasta el día de hoy (por ejemplo, la música china tradicional). La cultura europea, con un poco de ayuda pitagórica, agregó más sonidos y ajustó la afinación hasta llegar a las siete notas musicales con sus cinco semitonos que todos conocemos. Se han compuesto obras maestras con ese abecedario, pero no por ello vas a preferir una Novena Sinfonía de Beethoven sobre una canción de Maluma. Ahí sí, cada quien sus gustos.

Con los años y la necesidad de identificarte con cierta comunidad, o de distanciarte de otras personas, o de airear un poco tus preferencias, puedes elegir activamente un tipo de música sobre otro. Más aún, llevarlo al grado de cambiar tu aspecto, modificar tu cabello y tu forma de vestir y tatuarte la piel para expresar que te gusta esa música en específico. Un día te das cuenta que tienes un tatuaje de una banda que te fascinaba a los 19 años, pero que ahora ya ni te gusta. Suele pasar.

Otro ejemplo de lo que absorbimos sin filtro explica que en México, por ejemplo, se considere “más bello” el estándar europeo: piel blanca, ojos y cabello claros, cuando la mayoría de la población mexicana no se ajusta a esa descripción. La realidad es que ese estándar nos fue impuesto por un proceso de colonización que no ha sido interrumpido, y que se reitera en cada campaña publicitaria, cada producto televisivo, cada película que destaca un cierto tipo de rasgos físicos como los dominantes. Quizá modelaste tu criterio, y cuestionaste a tiempo ese patrón y activamente has logrado alterar tus gustos y ya persigues otro tipo de belleza. Quizá no tuviste suficiente influencia de los medios de comunicación, o del clasismo imperante y tú, de modo natural, absorbiste otra idea de belleza, no la hegemónica. Pero también es posible que en tus filtros de Instagram te aclares la piel porque ya has recibido discriminación por tu color; quizá también que discrimines bajo ese mismo parámetro.

La belleza y el narcisismo

Al fondo de todo eso, sea en la música, en las personas, o en la comida, está la idea de “belleza”. Un ideal —muy arbitrario— que excluye lo que no se le ajusta y favorece lo que se le asemeja. Ese ideal persigue un tipo de “perfección” que no es sino una forma de narcisismo.

El asunto es que ese ideal nunca es puro. Está contaminado por muchos otros elementos que no son estéticos. Se cruzan en ello las narrativas que nos conforman: lo político, lo religioso, lo moral, lo social, lo racial, lo económico, lo histórico, lo sexual. Al final, la fundamenta lo sistémico: las estructuras del poder que comercian con ese narcisismo a su conveniencia. Ese sistema, que es estructural, no podemos quitárnoslo de encima por más que lo cuestionemos. Creemos casi sin discutir que saber de vinos es “de buen gusto”, cuando en realidad lo es porque es un gusto caro, y confundimos el buen gusto con poder adquisitivo. Podemos “deconstruirnos” —como aconsejan los movimientos feministas y anti colonialistas—, pero si nos distraemos, se reconstruye por sí mismo.

Aquí sale una segunda pregunta: ¿qué tanto de lo que tú piensas que te gusta, o lo que piensas que te disgusta, no es algo impuesto? Sigamos con el ejemplo de la música. Yo crecí en la clase media urbana y en mi entorno —muy clasista— se consideraba que los géneros afroantillano, ranchero, norteño, etc., era música “de nacos”. Obviamente ese juicio es una estupidez discriminatoria por donde se le vea, pero cuando eres niño y escuchas eso de personas mayores, no tienes muchas herramientas para cuestionarlo. Ellos decían que la música en inglés “sí era música”. Debido a ello crecí escuchando a The Beatles (no hay queja en ello), pero también (acá sí hay queja) me perdí de un universo musical que, entre otras cosas, me hizo muy inepto en el baile y muy aburrido en las fiestas. 

No nos gusta explorar lo que nos disgusta no sólo porque nos cuesta trabajo entenderlo, sino porque ese trabajo pone en peligro la supervivencia de nuestra “personalidad”. Eso que somos es mayormente una mezcla de imposiciones y pasividad. Por ello, explorar y cuestionar activamente nuestros fundamentos, no sólo es poner en peligro lo que creemos que somos. Es evolucionar.

 

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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo en El Contribuyente, y Goula. También es director de Etla, despacho de narrativa estratégica.

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