El COVID-19 fue lo mejor que pudo pasarle a Trump… por narcisista
Trump aliviado de coronavirus será más poderoso que antes de caer enfermo: a un nivel irracional queda como héroe vencedor sobre el mal invisible de nuestros tiempos.
Hospitalizado con COVID-19, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, hizo todo lo posible por aparecer imbatible y sano. A medio día del lunes, tuiteó que saldría del hospital a media tarde, que se sentía mejor que hace 20 años y que ya no había que temerle a la enfermedad. Aprovechó para decir que, durante su administración “hemos desarrollado” —dijo, incluyéndose como desarrollador—, las medicinas para contrarrestarla.
La enfermedad a la que Trump dice ya no hay que temer ha matado a cerca de 200 mil estadounidenses en tan sólo medio año. En México, rondamos los 80 mil muertos en cifras oficiales. En el mundo ya son más de un millón de fallecidos y se calcula que ha contagiado al 10% de la humanidad. Pero esas son minucias, detalles irrelevantes o meros daños colaterales para esa numerosa población fascinada por la imagen que proyectan los líderes hipertrofiados, narcisistas.
El narcisismo como fuente de poder
Cuando el cinismo se une con el narcisismo y el poder, se produce un curioso efecto en las audiencias: las fascina. Dependiendo del compás moral de cada individuo, esa fascinación va de la incredulidad y el desencanto ante las injusticias de un mundo que permite que personas así tengan tanto poder, a la idolatría confesa. Los que idolatran tal vez esperan que la injusticia del mundo les favorezca, de modo que no van a condenar a quien sí logró salirse con la suya.
Un ensayo publicado a inicios del mes pasado en el journal Academy of Management Discoveries, señaló que la presencia de un narcisista en una posición de liderazgo infecta a toda la cultura bajo su influencia. Los autores, catedráticos de las universidades de Stanford y Berkeley en California, se enfocaron en dos variables: la integridad y la colaboración. Bajo el liderazgo de un narcisista, afirman los científicos, las organizaciones privilegian a las personas que toman decisiones poco éticas, y arruinan la colaboración entre los equipos de trabajo honesto, favoreciendo las alianzas tóxicas. Esto deriva en un círculo vicioso en donde estos comportamientos son recompensados en la medida en que se proteja la jerarquía de la línea de mando. Los autores también señalan que las organizaciones gobernadas por un narcisista tienen por regla general un desempeño financiero muy deficiente en comparación a las que son lideradas por una persona mentalmente equilibrada.
Esa fascinación por los narcisistas está arraigada en nuestra psique. Otro estudio, éste de la Universidad de Columbia Británica y publicado en 2014 en el Journal of Applied Social Psychology, analizaba cómo en las entrevistas de trabajo se tiende a seleccionar a los candidatos que más exageran sobre sus propias capacidades. Es decir, a los más narcisistas.
Predeciblemente en un mundo así, las redes sociales se han convertido en escaparates de nuestro ego. Cuentas de Instagram dedicadas por entero a los autorretratos, o selfies. Cuentas de Twitter avocadas a la superioridad moral de sus usuarios. Cuentas de LinkedIn que engrandecen los logros de sus poseedores. Posts de Facebook que presumen la felicidad y la plena realización de sus autores. No resulta extraño que, en esta atmósfera de autoalabanza, hagamos famosas a personas sin más mérito que saber plasmar su narcisismo. Donald Trump cumple con ese perfil: es un narcisista profesional. Pero además tiene mucha suerte.
Contagiarse de COVID-19 fue lo mejor que pudo pasarle a Trump
A principios de la semana pasada, cuando nada se sabía de que el presidente era portador de coronavirus, la discusión era otra: el diario The New York Times había hecho públicos los registros fiscales de Trump. El reportaje de investigación señalaba que en once de los 18 años que el periódico examinó, el presidente no había pagado un centavo de impuestos y que en dos de los años en los que llegó a pagar, la suma fue de 750 dólares. Para poder evadir al fisco, el conglomerado de empresas del presidente había declarado más pérdidas que ganancias, con deudas a particulares pendientes de pago que ascendían a más de 400 millones de dólares. Ante esos datos incontrovertibles, David Remnick, editor de la revista The New Yorker, calificó a Trump como un hombre de negocios “ridículamente inepto” y reflexionaba que ese reportaje, que para otro tipo de personaje hubiera sido devastador, para Trump era casi irrelevante. Recordó incluso la frase que el presidente mencionó cuando era candidato: que podría dispararle a alguien en la Quinta Avenida y salir impune.
La reacción del mandatario y de sus seguidores ante tales revelaciones fue predecible: señalar que el informe era falso y en esa postura se mantuvo cuando a media semana ocurrió el debate entre los dos candidatos a la presidencia estadounidense (el propio Trump, que busca reelegirse por el partido republicano, y el demócrata Joe Biden). El consenso es que ese ejercicio televisivo fue desastroso para ambas partes y si acaso, Biden hizo un mejor papel, en lo que cabe. Así, vapuleado por la prensa y por el debate, providencialmente, Trump enfermó de COVID-19 y tras un largo fin de semana en el hospital, fue dado de alta.
Aliviado de coronavirus, Trump será más poderoso que antes de caer enfermo. No solamente valida su discurso de desdén hacia la pandemia, sino que al nivel irracional de sus fanáticos queda como héroe vencedor sobre el mal invisible de nuestros tiempos.
Su discurso es calculado. No dudó en ponerse como uno de los desarrolladores de avances médicos (en la misma lógica absurda de quien se adjudica los triunfos de su equipo de futbol). En cuanto pudo, le restó importancia, en un mensaje en video, a la educación formal. “He aprendido mucho sobre Covid. Lo aprendí yendo a la escuela, en la escuela de verdad, no en esa escuela donde leemos libros”, dijo a sus seguidores. No importa que fue la verdadera ciencia la que lo salvó: hacia sus votantes le conviene desestimar la preparación académica y favorecer a la experiencia.
Pero más allá de su mensaje hipersimplificado y tendencioso, todo el teatro de la enfermedad le ha servido para reiterar el único mensaje que se ha mantenido constante, y omnipresente desde el primer día de su campaña para la presidencia: lo grandioso que es él como ser humano. No lo es, desde luego. Pero cree firmemente en esa mentira porque es un narcisista. En la constante repetición de esa falsedad, que persiste pese a sus escándalos y su ineptitud para el puesto, radica el núcleo de su fortaleza. Es como un mantra.
Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo en Negocios Inteligentes, El Contribuyente y Goula. También es director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
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