Por qué no podemos decir la verdad
La verdad es muchas veces inalcanzable en sí misma. Tenemos mucho más a la mano cualquier gradación de la mentira. De modo que mentimos. Todo el tiempo.
Ayer, en una conversación por chat dije, sólo por hacer plática: “Nací en la época equivocada.” La persona con la que platicaba me preguntó en cuál debí nacer y yo, por seguir platicando, por decir cualquier cosa, porque no importaba, dije en 1900. Mi interlocutora lo tomó en serio. ¿De verdad te hubiera gustado nacer en esa época? Le dije que sí, aunque no era cierto. Dije que sí porque ahora decir que no hubiera sido muy raro: ¿por qué iba a negarlo si ya dije que en 1900? El tema era irrelevante: me daba igual, pero el resto de la conversación me la pasé defendiendo el punto indefendible de que me hubiera gustado nacer a principios del siglo pasado. De la nada, había empezado a mentir.
Mentira, falsedad, post-verdad y bullshit
No necesitamos ser mentirosos para vivir en la mentira. Basta creer que algo es verdadero para iniciar nuestro camino a una vida de falsedades. Esto incluso se ha demostrado por medio del escaneo de resonancia magnética. Un experimento de 2016, realizado por el departamento de psicología experimental del University College de Londres —y que en su momento motivó varios titulares en los medios— mostraba cómo la conformación neural se adapta a las mentiras a medida que se formulan. En otras palabras, la culpa por mentir disminuye conforme más se engaña al prójimo. Para los autores del estudio esto daba una explicación “mecánica” a la deshonestidad.
El panorama político de los tiempos que corren ha evidenciado que la verdad tiene “alternativas” de interpretación. Donald Trump ha hablado de los “alternative facts”, frase equivalente en significado a los “otros datos” de Andrés Manuel López Obrador. Tal cinismo es síntoma de nuestros tiempos marcados por la “post-verdad” (en inglés “post-truth”). Los hechos son irrelevantes y en la toma de decisiones políticas importan más las emociones, la intuición, el rating y lo aparente, que la evidencia científica.
Esto no es del todo nuevo. Durante siglos, las religiones han sido muy proclives a penalizar hasta con la muerte a quien les señale sus inconsistencias internas, que son innumerables. Pero no solo las religiones y las posturas políticas de la post-verdad: también las relaciones de pareja, las amistades, las ideologías, los gustos, tu persona. Enlistar las cosas que creemos inalterables, en las que basamos nuestras vidas, pero que no resisten a un escrutinio, es casi suicida. Todos conocemos y decimos apreciar el valor de la verdad… excepto cuando se aplica a nosotros mismos. O cuando esa verdad pone en peligro la estabilidad de algo que está construido sobre otras apreciaciones y suposiciones que pueden resultar falseables.
No es lo mismo mentir que falsear. La mentira, se supone, es la alteración deliberada de la descripción de un hecho para sacar ventaja de ello. El falseamiento, en contraparte, no involucra esa intencionalidad. Pero entre lo intencional y lo inadvertido, hay toda una gama de puntos intermedios.
Así como en el espectro lumínico hay colores que están más allá del rango visible, como el ultravioleta o el infrarrojo, en el espectro de la verdad, falsedad y mentira, hay un más allá. En inglés hay una palabra vulgar para ese más allá de la mentira: bullshit. En español podría traducirse como “embuste”. El filósofo Harry Frankfurt lo plantea en su ensayo “On Bullshit” como el sistemático alejamiento de la factualidad, para crear una imagen apabullante de uno mismo. Al menos, el mentiroso conoce la verdad y deliberadamente la evade. El embustero no la considera como parámetro siquiera. El punto de partida y de llegada es él mismo frente a su audiencia. Los políticos de la post-verdad son embusteros profesionales.
La dura verdad, tan poco factual
No es deber de los demás decirte tus verdades, sino obligación tuya estar en perenne revisión de tu persona. Sobre todo, es invitar sin amenaza alguna a aceptar cualquier “verdad” por muy contradictoria, demoledora, parcial, falsa o endeble que ésta sea.
Decir la verdad sería, en oposición a mentir, describir lo factual tal como está pasando, asumiendo las consecuencias del hecho al confesarlo. La mayoría de las veces, sin embargo, no nos enfrentamos a hechos objetivos, definitivos.
Tu pareja te está siendo infiel, pero una vez que la confrontas dice que te ama a ti. ¿Miente o no? ¿Es posible no mentir cuando se enuncia algo como el amor que no es más que una narrativa? Si intenta demostrarte su amor, cancelando a su amante. ¿Se está mintiendo y le está mintiendo o te miente a ti? Por otra parte: debes admitir que tal vez tu fidelidad no ha sido por principios, sino por falta de oportunidades. Si llegara una persona a la que valoraras más que a tu pareja, ¿caerías?
Para peor: el diseño de nuestro lenguaje es muy limitado. Las palabras no son el mejor medio para ajustarse a la verdad. Es muy fácil caer en imprecisiones y que estas contaminen con su torpeza el tema del que se habla. Cuando ponemos un adjetivo a un sustantivo no tenemos sino una aproximación muy abstracta a lo que queremos decir. Por si fuera poco, de lo que oímos sólo alcanzamos a interpretar una fracción, y ésta la acomodamos a nuestros intereses. Para medio darnos a entender, usamos metáforas, comparaciones, historias que ejemplifiquen.
Alguien presenta un proyecto al equipo y no sabes si es una buena idea mal ejecutada, o solamente una mala idea. No atinas a decir en qué punto eso no termina de cuadrar. No se ha inventado, o al menos no conoces, un lenguaje para describir lo que te ha parecido inadecuado. Para no errar, rechazas el proyecto sin más y pides que hagan mejoras; “ustedes saben cuáles”, comentas, para no entrar en esos detalles que no sabrías articular.
A pesar de vivir en un mundo de verdades a medias, de hechos interpretables, de lenguaje que no permite la descripción adecuada de las cosas… aquí vivimos y nos movemos, dando tumbos, a tientas, confiando en la certidumbre de las palabras. A veces defendiendo posturas indefendibles, como si fueran la única posible versión de la verdad.
Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo en Negocios Inteligentes, El Contribuyente y Goula. También es director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
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