el Contribuyente

La lenta muerte de los libros y de las librerías, una crónica cínica

Los motivos —o la falta de ellos— de un ávido lector que ya no puede leer más libros, como símbolo de la caída de una industria.
“¿A poco has leído todos esos libros?”, te preguntaban las visitas, cuando podías recibirlas en casa antes del confinamiento por la pandemia. Les decías que no, que no habías leído ni la décima parte. También les contabas que eso no era ni un tercio de lo que fue tu biblioteca antes de tu divorcio. “¿Y para qué tienes tantos libros que no lees?”, te preguntaban. Respondías, no muy convencido, que pensabas leerlos en algún momento. “¿Todos?” Los que se puedan, confiabas.
Además de los estantes, tu recámara está llena de libros que se apilan en tu escritorio, tu buró y en el piso. A veces hojeas alguno y te propones leerlo, aunque sabes que no vas a terminarlo. ¿Hace cuánto que no terminas de leer un libro completo? Ya son años.
El asunto es grave porque todavía te consideras un lector. Y sí: en verdad te la pasas leyendo buena parte del tiempo. Solamente que no son libros. Lees los artículos periodísticos del día, lees y te peleas con los textos que tienes que editar, lees y analizas las novelas que escriben los asistentes a tus cursos y talleres, te gusta leer cosas que encuentras en internet sobre los temas que te interesan. ¿Pero libros?
El oficio de editor te ha saboteado la experiencia de la lectura. Tantas horas al día buscando fallas en los textos propios y ajenos, te borró la frontera entre el trabajo y el placer. Ahora te da un entripado cada vez que descubres en un autor los descuidos que tú criticarías en tu taller o que corriges todos los días a los periodistas.
Creíste que la pandemia al final te reconciliaría con tu biblioteca. No fue así para nada. El trabajo en casa te ha consumido el tiempo libre. Hoy lees una noticia en el periódico El Financiero que dice que, como las librerías cerraron durante tres meses por la pandemia, la venta de libros cayó un 63%. Algunas lograron medio salir adelante con ventas en línea; otras están al borde de la quiebra.

“Los libros van a desaparecer, papá”

Para incrementar el nivel de absurdo, tú mismo escribes novelas. O eso presumes. Páginas y páginas con historias que pretendes que alguien se tome la molestia no digamos leer, sino peor aún, pagar por leerlas. Una de esas obras era una novela para niños. La empezaste a escribir para dársela a tu hijo, pero al final la suspendiste porque dejó la niñez antes de que la terminaras, y en todo caso, tu hijo no lee. Él juega videojuegos y, cuando no, mira videos de chicos jugando videojuegos. Tú no entiendes cuál es el sentido de hacer eso, por más que te explica no lo entiendes.
El otro día hubo que hacer limpieza en tu depa y mientras tú limpiabas la cocina pusiste a tu hijo a sacudir los muebles. Cuando llegó a los libreros exclamó: “¿Nunca has sacudido tus libros, verdad?” Te avergonzó reconocer que tu biblioteca acumula polvo de años. Aprovechaste la oportunidad y lo invitaste a que eligiera alguno, se lo regalabas. Se negó, y no te extrañó que lo hiciera.
Hace un tiempo, él opinó sobre tu oficio: “Los libros van a desaparecer”, profetizó. Te espantó que tu propio hijo, estudiante de secundaria, tuviera esa visión tan tajante. Te dio sus razones: “Nadie de mis amigos lee realmente, a menos que nos lo pidan en la escuela. Ahora vemos videos.” Le explicas que para hacer esos videos, alguien tuvo que escribir un guion, que escribir es importante y que para escribir hay que leer. “Pues sí, leer, pero no leer libros”, dijo y zanjó la discusión.

Una malograda biografía libresca

La primera vez que leíste un libro completo fue a los ocho años. Fue El Principito y en ese momento no te pareció tan fabuloso, aunque te gustó. Más bien, haber leído tantas páginas fue lo que consideraste un logro. Meses después pasaste a los libros sin dibujos. A los once o doce años ya leías novelas para adultos, los best-sellers que tu padre llevaba a casa. El tiempo que ocupaste en leer se lo quitaste al tiempo que hubieras ocupado en jugar, en hacer amigos.
Cuando llegaste a adulto, esas horas que no destinaste a la convivencia con otros seres humanos, ya era un daño irreversible. Por otro lado, te facilitó enfocarte a la edición de textos y esas labores a las que hoy te dedicas. No dejabas de acumular libros, pero gradualmente dejaste de devorarlos. Los coleccionabas por la inercia de tu juventud, cuando tenías mucho menos dinero que ahora y ese poco capital lo gastabas en las librerías. Al final, la inercia también se agotó.
Antes, entrabas a una librería con reverencia. Te parecían lugares fabulosos. Te paseabas por las estanterías y hojeabas aquí y allá hasta dar con los ejemplares que necesitabas poseer. Luego, dejaste de comprar. Al principio te desanimó la tendencia tan poco ecológica de envolver los libros en celofán, de modo que para ponerte a leer tenías que romper el plástico ante la mirada molesta del tendero. Pero al final eso fue irrelevante. Te propusiste no gastar más dinero en libros hasta que no leyeras los que ya tenías en casa. Si no todos, que al menos se notara un avance. Eso te lo planteaste hace ya una década. No has empezado.
En los tiempos elongados de la pandemia, cerraron dos librerías de viejo cercanas a tu casa. Fue en parte porque el confinamiento arruinó el negocio, pero también porque la gentrificación del barrio las echó fuera. Esos locales ahora albergarán algún bar, restaurante o boutique para disfrute de los turistas. Antes de cerrar, hicieron liquidación de inventario. Miraste las filas de lectores, con cubrebocas, acomodados a una distancia menor a la que disminuye el riesgo de contagio, esperar su turno para entrar. Te imaginaste que hace unas décadas tú mismo te habrías formado, ansioso de aprovechar las ofertas. Hoy sólo miraste a lo lejos, preguntándote cuántos de los que esperaban entrar no serían portadores asintomáticos.
 

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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo en Negocios Inteligentes, El Contribuyente y Goula. También es director de Etla, despacho de narrativa estratégica.

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