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¿En esta pandemia quisiste escribir un libro? ¡Qué original!

La pandemia hizo creer a muchas personas que era la oportunidad para finalmente escribir ese libro que todos estábamos esperando. Antes de intentarlo, lee esto.



29 septiembre, 2020

A estas alturas ya supimos que ese refrán que aconseja plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro está incompleto. Más bien hay que evitar que talen el árbol, hacerse responsable del hijo hasta que llegue a adulto y redactar un libro que otras personas lean con gusto. También podríamos discutir si el refrán sigue siendo atinado o no. Con el calentamiento global como amenaza a la supervivencia de la civilización, lo único recomendable es sembrar y cuidar árboles. Tener hijos daña el medio ambiente, e imprimir libros hace que se talen árboles… pero bueno, pueden distribuirse en formato electrónico.
Sobre el requisito de escribir un libro, parece que mucha gente tomó el encierro de cuarentena como el momento propicio para iniciar su opus literario. La perspectiva de ya no tener que ir a la oficina parecía de momento lo único que hacía falta para empezar esa postergada novela. Lo sé porque en estos meses pandémicos varias personas me buscaron —y me pagaron— para que les orientara en cómo lograrlo. Los resultados han sido cuestionables.
Lo que no sabían, porque nadie nace sabiendo, es que por más que el confinamiento se extienda hasta bien entrado 2021, apenas y alcanzará el tiempo para escribir el primer borrador de una novela digna de leerse.
Hacer el trabajo de oficina desde casa no representa más tiempo libre. Después de ocho o más horas frente a la pantalla de la computadora, no es sano pasar otras tres o cuatro quebrándose la cabeza en dar vida a personajes de ficción. Mucho menos cuando la propia vida, la tuya, no parece ir a ninguna parte por culpa del encierro. Aún así, los más tenaces insisten en escribir su libro. Les envidio la disciplina.
Se requiere algo más que tiempo libre y tenacidad para escribir un libro. También es recomendable saber… escribir. Tenemos la idea muy equivocada de que fue algo aprendido desde preescolar y los años de estudio subsecuentes hasta la maestría o el doctorado deberían de avalar esa capacidad novelística. Vivimos en el error.

Los caminos torcidos de la escritura

Elegir una profesión que obliga a redactar textos todos los días no acerca a nadie a la literatura. Basta leer los diarios, o los textos de muchos abogados, o los ensayos de no pocos académicos, para constatar que el ejercicio diario de la escritura no garantiza el dominio del oficio.
Lo mismo podría decirse del hábito de la lectura. Es verdad que mientras más libros se leen la habilidad literaria mejora, pero no es una correlación matemática. No hay cuota mínima de libros o de páginas por día que asegure que el lector redactará mejor. Podría pensarse que depende de los libros elegidos: a mejores autores, más feliz será la elaboración de las frases. A mis alumnos —sean editores, periodistas, académicos, escritores, o aspirantes a— les recomiendo que elijan bien a sus autores. Que prefieran libros escritos en español y en lo posible eviten las traducciones. Todo eso ayuda, pero hasta cierto punto.
También les sugiero cambiar la forma de lectura. Pasar la vista por los renglones descifrando letras, ni siquiera es leer. Dejarse llevar por la narración, conmoverse con las vidas de los personajes y emocionarse por el dramatismo de las historias, es una mejor lectura, pero no por fuerza lleva a escribir mejor. Detenerse a admirar una frase bien construida, subrayar los párrafos y obsesionarse por un autor hasta leer toda su obra, es más recomendable, pero hace falta ir más a fondo. Si lo que se busca es escribir, la lectura es apenas la ruta para inferir la arquitectura interna de cada texto leído. Si lo haces bien, te arruinarás la experiencia de la lectura para toda tu vida, pero estarás más cerca de la escritura.
La intensidad de las vivencias, se sabe, es otro ingrediente esencial, pues aderezan y motivan narraciones más absorbentes. Uno puede, adrede, elegir una vida de aventuras, y no sólo descubrirá que habrá más desventuras que otra cosa, sino que eso tampoco asegura que se escribirá mejor. O se puede optar por la hipersensibilidad, de modo que las minucias de la vida doméstica adquieran tamaños épicos, y a lo mejor tu escritura lo refleja para bien, pero lo que sí es seguro es que tu vida más fácilmente será un infierno.

¿Hay entonces un camino para la escritura?

Sí y no. Lo primero es admitir que eso de escribir no nos es natural. Los primeros textos aparecieron hace unos 5,500 años. Suena a mucho tiempo, pero para entonces el ser humano ya llevaba unos cientos de miles de años hablando. No evolucionamos para escribir; sí para hablar. A hablar aprendemos por nosotros mismos a veces antes de aprender a caminar. Para leer y escribir, en cambio, necesitamos estar conscientes, razonar, y que alguien nos enseñe cómo hacerlo.
El habla y la escritura ocupan distintas regiones cerebrales. Es como otro idioma: los que aprenden una segunda lengua, la arraigan en distintas áreas neuronales a las que ocupa su lengua materna. Siendo así, un primer paso es familiarizarse con el acto escritural. ¿Cuánto tiempo toma la familiaridad? Años. Acostumbrarse a la escritura involucra entender que no es un proceso automático. El habla sí lo es. Hablamos y hablamos, incluso cuando estamos en silencio. Escribir es una imitación del habla. No del habla cotidiana, sino un habla ideal, hiper fluida e hiper elocuente.
En un principio la fluidez se logra con el proceso contrario: la interrupción obsesiva. El escribiente se detiene en cada palabra que dispone para preguntarse si es la correcta y revisa cada frase para cuestionar su validez. Conforme el escribiente se adentra en la práctica continua de esa imitación del habla ideal, luego de varios años, de miles de párrafos interrumpidos, y un par de tazas de café, ocurre el fenómeno opuesto: se entra en trance y la escritura fluye.
Al principio, el escritor no se percata de ello, tan absorto está en pergeñar una frase tras otra. Incluso siente un enorme placer al hacerlo. Sería fabuloso pensar que cuando se alcanza ese estado de gracia, ese éxtasis del lenguaje, ese satori literario, por fin uno puede llamarse escritor. Tampoco.
A la mañana siguiente, el escritor verdadero abrirá el documento que lo mantuvo despierto hasta la madrugada y lo leerá con la cabeza fría. Lo hallará espantoso y se pondrá a corregir cada frase. Borrará mucho. Agregará renglones. Al final se resignará a dejar descansar esos párrafos imperfectos. Meses después quizá los borre sin remedio.
La escritura no nos es natural. Diré más: usamos muy mal el verbo escribir, lo hace parecer sencillísimo. Pareciera que uno sólo oprime teclas y aparecen las palabras adecuadas. Eso hacen los mecanógrafos. Los escritores no escriben. Reescriben. Y borran. Y reescriben. Y reescriben. Y reescriben. Enfermizamente.
Cuando se rinden, cuando ya no pueden ver más ese texto sin traumatizarse, lo publican. Con vergüenza.


Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo en Negocios Inteligentes, El Contribuyente y Goula. También es director de Etla, despacho de narrativa estratégica.





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