Tenemos que hablar del mito del carácter “fuerte” de los líderes
¿Qué tan asertivo es gritar, regañar y enfurecerse como una forma de obtener resultados de tu equipo?
Cada tanto tiempo, los medios estadounidenses hablan, con sorna nada disimulada, de que su presidente, Donald Trump, ha hecho otro berrinche. Las causas de su rabieta son lo menos importante. Lo relevante aquí es que una de las personas más poderosas del mundo no pudo controlar sus emociones y dejó de comportarse con sensatez.
Se sabe que otros líderes mundiales tienen ese tipo de desplantes: desde Jair Bolsonaro en Brasil hasta Kim Jong-un de Corea del Norte (quien, dicen las noticias de hoy, posiblemente esté en coma), pasando por Rodrigo Duterte, de Filipinas y Boris Johnson, de Reino Unido. Suelen ser gobernantes sumamente carismáticos que generan a su alrededor un culto a su persona. No solamente hay que cuestionar su estilo de liderazgo, sino indagar por qué sus gobernados se sienten mejor con un mandatario que no puede contenerse. El hecho es que, por desgracia, hacer berrinches en edad adulta sí funciona para obtener resultados.
En una columna anterior ya había estudiado ese fenómeno. La fascinación de las masas por los gobernantes déspotas se remonta al inconsciente, a las figuras de autoridad conformadas desde la niñez. El tirano se vuelve una figura paternal que da protección y al mismo tiempo es iracundo. Esa configuración infantil queda reflejada en la figura del Dios judeo-cristiano-islámico: una deidad celosa y posesiva que no admite deslealtades.
Argumentaba en esa columna anterior que ese tipo de liderazgo aprovecha en su favor la ineficacia del lenguaje para comunicar los matices. El léxico de estos personajes es de alto contraste, maniqueo: buenos y malos, conmigo o contra mí, fifís y pueblo bueno. La simplificación absoluta de la realidad tiene más dividendos mientras menos crítica sea la audiencia.
No solamente dioses y presidentes son famosos por su mal carácter y su visión de alto contraste. CEOs celebrados como Steve Jobs también tenían esa manera de actuar. Él, aparentemente, lo hacía de forma deliberada —o, por lo menos, daba un uso altamente funcional a una debilidad de su carácter—. Un testimonio de Indra Nooyi, ex CEO de Pepsico, lo pinta de cuerpo entero. Nooyi recordó durante una conferencia en Nueva York en 2016, un encuentro que tuvo diez años antes con el legendario creador de Apple: “Él me dijo que si no me gustaba algo que mi gente estuviera haciendo y yo estaba realmente segura de que debía de hacerlo de otra manera, les hiciera un berrinche. Que aventara cosas por el cuarto, porque así las personas se darían cuenta de la fuerza de mi convicción”. Ella misma admitió que a raíz de esa charla comenzó a hacer cosas como golpear a la mesa o gritar, “algo que no era mi manera de ser”, dijo, “pero es efectiva. Muestra la pasión que tengo hacia lo que hago.”
El carácter fuerte es en realidad un carácter débil
Pese a que el lenguaje popular parece indicar lo contrario, ahora se sabe que un “carácter fuerte” es realmente lo contrario: una debilidad de carácter. Las personas iracundas no tienen la fuerza suficiente para contener su estallido: son débiles. Es la gente a su alrededor la que debe cargar con su incontinencia emocional, muchas veces accediendo a las exigencias del iracundo.
Si a eso le sumamos la tendencia humana a confundir a las figuras de autoridad con los autoritarios, el daño está hecho. La furia desatada se refuerza en la medida en que el iracundo constata que las rabietas tienden a lograr su objetivo. Así, la debilidad del carácter fuerte, la teatralidad de exhibiciones que pueden rayar en lo ridículo, se consolida como una estrategia exitosa para lograr los fines que el iracundo se propone.
El colmo: alcanzar la aceptación del iracundo, ganarse ese “amor” suyo tan difícil de lograr, se vuelve para ciertas personas una finalidad en sí misma a grados delirantes de autohumillación. Los “leales” al tirano basan su felicidad en mantenerlo ecuánime. Esto puede verse tanto en los empleados de cualquier corporación gobernada por un déspota, como en los padres de los niños mimados. Ambos están mentalmente secuestrados, dispuestos a todo con tal de obedecer a su alteza no serenísima.
Sin embargo, la estrategia del iracundo no siempre funciona. Afortunadamente, estos tiempos de videos y redes sociales pueden ayudar en algo a poner límite a la tiranía de los iracundos. A principios de 2017 salió a la luz un video de Travis Kalanick, fundador y entonces CEO de Uber, regañando a un socio conductor de la aplicación que él entonces dirigía. El conductor se atrevió a quejarse de los magros ingresos que recibía por parte de la empresa. El berrinche de Kalanick quedó registrado para la posteridad y el escándalo. A los miembros de la junta directiva su reacción les pareció excesiva y fuera de lugar y fue uno de los motivos que llevaron a la destitución del emprendedor tecnológico.
Aunque las masas acríticas puedan basar su existencia en complacer al tirano, todo déspota debe de saber que hay límites que no debe de cruzar. Cualquier vistazo a la historia de la humanidad está plagado de esas moralejas. Porfirio Díaz, Hitler, Mussolini, Ceaucescu, Hussein, Gadafi… Las mismas masas que idolatraron al dictador pueden devorarlo con esa misma inteligencia de panal (muchas veces ayudadas por los bombadeos de una potencia extranjera). Desde luego que no es una ley universal, y la historia también registra incontables tiranos que murieron de cínica y feliz ancianidad en la cúspide de su poder sanguinario (casi siempre protegidos por los intereses económicos de una potencia extranjera).
La paradoja del mal carácter como una herramienta de poder
Un poco para combatir el maniqueísmo del lenguaje que he empleado en este pequeño ensayo, hay que matizar y admitir que si bien el “carácter fuerte” es una debilidad de carácter, también es verdad que también es débil la tibieza de carácter que exhibimos los que en muy raras ocasiones nos enojamos.
El ideal está en usar la furia sólo como recurso reservado a las ocasiones que lo ameriten. Esas son fáciles de detectar. Son aquellas en las que el líder debe poner un alto a la autocomplacencia de su equipo y marcar un cambio de rumbo tajante, pero bien dirigido. Asertividad, que le llaman.
Enfurecerse por fruslerías no conviene: dificulta saber qué, de tanta gritadera, es lo importante y adelantará ese momento crítico de la destitución del líder. Incluso, le restará poder porque a veces basta un subordinado irónico para tirarle su teatrito (recordemos que la risa es el mejor antídoto contra la autoridad arbitraria). En cambio, elegir las batallas puede marcar la diferencia entre ser un déspota y ser un líder verdadero. Un poco lo que hacía Steve Jobs: reconocer el momento preciso para hacer un berrinche.
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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo en Negocios Inteligentes, El Contribuyente y Goula. También es director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
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