Los últimos 10 años no he hecho sino sobrevivir a la paulatina muerte (o transformación) de una industria, y todavía estoy seguro de que va a renacer.
Eran los tiempos en que había mucho dinero. Tal vez no era el más rentable de los negocios, pero hacían ese tipo de apuestas por un contenido digno de ganar premios. Por ejemplo, un solo reportaje firmado por Aníbal Santiago con fotos de Sebastián Beláustegui, y autorizado por Salvador Camarena, entonces editor general de la revista Chilango, tuvo un costo de alrededor de 125 mil pesos. Sólo por un texto. Eso sí, exquisitamente investigado y con unas fotos grandiosas, pero eran apenas unas 14 cuartillas. Obviamente, esa cifra incluía los honorarios del periodista y del fotógrafo, así como los viáticos a Acapulco. Era un presupuesto elevado, sin duda, pero nadie se oponía. Incluso, esa cifra era una bicoca comparada con los presupuestos que las revistas primermundistas despilfarraban impunemente. La pujanza del sector editorial lo permitía. De eso, hará ya unos 15 años.
Por entonces, el internet ya llevaba una década entre nosotros, pero no se le tomaba en serio. Había discusiones bizantinas sobre si a la web debían subirse los textos publicados en el impreso completos, o sólo a la mitad para que la gente comprara el impreso. O si poner los mismos textos no iba a canibalizar a la revista. Aún no todos caíamos en cuenta de que el internet era un medio completamente distinto, con dinámicas de consumo propias, que merecía contenidos enteramente suyos y no un mero copy paste de la revista de papel.
Esa pujanza se acabó a nivel global. La crisis de 2008 y el crecimiento del internet gratuito pusieron un freno a esa industria. Por cerrar el ejemplo anterior, tan sólo tres años más tarde, el presupuesto total para pagar a los colaboradores de toda la revista era inferior al costo de ese reportaje de lujo. Lo que no sabíamos por entonces es que eso era apenas el principio de la debacle. Hoy, en 2020, en medio de una pandemia, la industria de las revistas no termina de morir, y se debate en cómo seguir siendo negocio.
La pandemia en una industria que ya estaba moribunda
Siempre es sospechoso que un columnista hable de la propia industria de los medios de comunicación que le da de comer: hay conflicto de intereses. Sin embargo, cuando la vivencia de primera mano acumula décadas, no puede uno no mirar la devastación. Lo que queda de los medios editoriales es un muerto viviente.
El momento actual es paradójico: el matrimonio entre la cuarentena y el internet nos ha vuelto más consumidores de contenido que nunca. Al mismo tiempo, nunca hemos estado menos dispuestos a pagar por él. Peor aún, al menos en México, desconfiamos de los medios informativos más que nunca. De acuerdo con el Digital News Report elaborado por el Reuters Institute y la Universidad de Oxford, el ambiente sumamente polarizado que ha traído el nuevo gobierno en México ha tenido un impacto negativo (-11%) en la confianza hacia los medios noticiosos en un año. Sí, el aparato de desinformación del Estado tiene mucho que ver en ello.
El estudio no lo menciona, pero esa desconfianza también se origina en el empobrecimiento de los salarios y de las condiciones de trabajo de los periodistas y editores, los despidos masivos, los cierres de redacciones y la muerte de títulos editoriales que se acumulan desde hace pocos años. Si eso no bastara, en estas últimas pocas semanas la parálisis económica de la pandemia no ha hecho sino acercar aún más a la industria a su desaparición. A finales de julio, el blog especializado Story Baker anunciaba el cierre de más de diez revistas impresas en México. Sólo como un ejemplo.
Pero no es sólo la pandemia… ¡bueno sería que fuera sólo eso! Es Google y las plataformas digitales de noticias con algoritmos que automatizan la publicidad: a las marcas les sale más sencillo pagar a las plataformas por clics que a las publicaciones. Es Facebook, que reduce a un mínimo el número de usuarios a los que llegan tus publicaciones, a menos de que pagues. Es la gratuidad del internet que nos ha desacostumbrado a pagar por buen contenido: en los años 90 los lectores pagábamos por leer el periódico, nuestras revistas, ¿quién hace eso ahora? Es también la ceguera de los directivos de los medios que no previmos lo que iba a suceder. Es la mezquindad de algunos de los dueños de los medios que no invirtieron en crear contenido por el que valiera la pena pagar para leerlo. Es el advenimiento de generaciones menos lectoras, que prefieren ver un video en TikTok, que leer un artículo bien investigado, bien reporteado.
Ese es el diagnóstico. ¿Hay algo que pueda hacerse?
En realidad muchas cosas. Todas menos rendirnos. La gratuidad de internet también tiene sus ventajas si se saben explotar. Una de ellas es que los smartphones nos han hecho adictos a consumir contenidos. No necesariamente escritos, pero todo entra en la canasta: vemos videos, stories, en vivos, fotos, tuits, gifs, interactivos y, también, de repente, leemos artículos (como éste que estás leyendo).
Hay gente más lectora que otras. Hay personas que prácticamente nunca leen. Pero esas personas que no leen han existido desde que se inventó la escritura, y eso nunca detuvo el avance literario o periodístico. Al final escribimos —escribo— para la gente que lee (para ti). La palabra escrita sigue siendo un medio de información sumamente eficiente, sino es el que más (en mi caso, prefiero leer a ver un video, por ejemplo). La lectura permite niveles de reflexión y de profundidad que otras formas apenas tocan.
Entonces, de entrada: resistir. Si el medio cerró, abrir un blog, un canal de YouTube, una cuenta de tuits bien informados. Hay que entender que al final se recompondrá, como un frankenstein, el modelo de negocio de los medios de la misma manera como se han reconfigurado, y siguen haciéndolo conforme la tecnología avanza, el negocio de la música, o el de los créditos financieros, o el del transporte, o el de los hoteles. El internet vino a desacomodarlo todo y qué bueno.
Todo esto no es por la nostalgia de mantener vivo un modelo de negocio que suena mucho a siglo pasado, ni por la necedad de querer mantener mi fuente de empleo, tan amenazada por todos los frentes. Es más que nada porque necesitamos de la información para poder navegar en este mundo, para poder elegir mejores gobernantes, o buenos zapatos, o malas películas. Necesitamos información para no dejar de vacunar a nuestros hijos, o para no pensar que la Tierra es plana, o para no creer en todo lo que nos comparte el tío conspiranoico en Whatsapp. Necesitamos información para entretenernos. Información para modelar nuestro futuro, para planificar, para aprender, para conectar, para sobrevivir. Sobre todo, necesitamos información para estar en el presente.
La necesidad está. También está la adicción a esa información. Lo que falta es replantear el modelo de negocio. ¿Seguiremos con contenidos gratuitos y empobrecidos, o empezaremos a pagar por contenidos ricos, profundos, útiles? ¿Las marcas seguirán apostando en automático a los algoritmos que se equivocan tanto, o se acercarán a que seres humanos (ayudados por data e inteligencia artificial, claro) les diseñen los espacios más adecuados para dar con la audiencia que sí tomará decisiones? El tiempo lo dirá. Gracias por leerme.
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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo en Negocios Inteligentes, El Contribuyente y Goula. También es director de Etla, despacho de narrativa estratégica.