Nuestras mentes colonizadas, o por qué miramos el racismo estadounidense y no el mexicano
Hay dos maneras de colonizar un país: por medio de las armas y por medio de las ideas. La segunda forma es más duradera, más viable económicamente y mucho más eficiente.
En los cursos de escritura creativa que imparto, muchos de mis alumnos tienen una curiosa manera de elegir el nombre de los personajes para sus novelas o cuentos: les ponen nombres anglosajones, algo que podría parecer natural dado que sus relatos los ubican en Nueva York, Los Ángeles, Miami, Londres, donde los nombres hispanos son la excepción.
Sin embargo, estos escritores en ciernes nunca han vivido en esas ciudades. La mayoría de ellos vive en la Ciudad de México y tiene como lengua materna alguna de las muchas variantes chilangas del idioma español. Pese a ello, les suena “raro” escribir sobre la colonia Portales, Coyoacán o el Centro Histórico. Les suena igualmente “raro” ponerle Lucía, Ramón o Xóchitl a sus personajes.
Les es más natural decir que sus personajes de nombre anglosajón se dieron el adiós en el andén de la estación ferroviaria, que decir que sus personajes de nombre mexicano se dieron el adiós en una estación del metro. Es comprensible como metáfora: las estaciones de trenes tienen ese aire romántico de las despedidas largas, de los viajes pausados que el metro nunca ha tenido ni tendrá. El problema no es ese, sino que la mayor parte de las ciudades del territorio mexicano, entre ellas la Ciudad de México, no tienen un ferrocarril de pasajeros propiamente dicho.
Si les pregunto cuántas veces han viajado en un vagón ferroviario me dicen que nunca. O que lo hicieron cuando viajaron de mochilazo por Europa, hace más de una década, cuando la economía aún permitía ese tipo de viajes. Si en cambio les pregunto cuándo fue la última vez que se subieron al metro, me dicen que vinieron al curso en metro. (Al menos así me decían en los tiempos pre-cuarentena, cuando los talleres aún eran presenciales.) Cuando les pregunto por qué no pusieron una despedida en el aeropuerto o la estación de autobuses (los medios más probables para emprender un viaje), me responden que no saben por qué no lo hicieron.
Toda narrativa es una trampa mental
La mente humana procesa mejor la información previamente digerida que la realidad directa. En un relato, los acontecimientos se acomodan de manera no sólo cronológica sino conveniente. Por ejemplo, la narración elimina las partes que no vale la pena contar y sólo permanecen aquellas que aportan algo. En un relato se puede decir tranquilamente, “y entonces pasaron diez años…”, mientras que en la vida real esa década tiene que vivirse completita.
Los momentos más dramáticos del relato son modificados para hacerlos aún más interesantes, más enigmáticos, más riesgosos, más emocionantes y más fácilmente comprensibles. En contraste, las cosas que experimentamos en nuestra vida suelen ser confusas, tediosas, angustiantes, anticlimáticas y complicadas. No sorprende que cuando nos preguntan cómo estuvo algo, nuestra respuesta sea un adjetivo que simplifica el acontecimiento, si no es que de plano un sincero: “no sabría decirte”.
La narración también permite recrear las emociones sin mayores consecuencias. No es lo mismo ver una balacera en una serie policiaca que estar en medio de un fuego cruzado. En la televisión el tiroteo se procesa como entretenimiento, en la vida real, si se sobrevive, se recuerda como una situación espantosa, de alto riesgo. Un rompimiento amoroso en una telenovela nos puede conmover; en la vida real a veces nos puede tomar años superarlo. La muerte en la narración es hipotética; en la vida es un punto final.
Todo relato, además, enfoca los eventos de acuerdo a una perspectiva que permite interpretarlos de mejor manera. Tan solo elegir quién es el protagonista da un matiz distinto. En Caperucita Roja la niña es el personaje principal y no el lobo (que es el que realmente provoca la historia). La niña vuelve al cuento infantil una lección de obediencia para los pequeños: si desobedeces, el lobo te come. Si se eligiera al lobo como principal, la historia sería opuesta, tal vez inmoral, quizá para adultos: la fábula sobre las enormes ventajas de abusar de personas vulnerables, como niñas y ancianas, mientras no haya cazadores justicieros.
No sólo parece más fácil escribir sobre situaciones predigeridas que sobre la realidad directa, que no está editada, ni enfocada y aún no se supera emocionalmente. También permite que nuestra mente se vuelva extranjera de su propia realidad.
Elegir nombres y situaciones anglosajonas en un taller de escritura creativa es apenas un síntoma inofensivo de algo más complejo: la colonización de nuestras mentes. No hay necesidad de que un país invada a otro por la vía de las armas para imponer a los conquistados su lenguaje, su religión y sus costumbres. Eso ya se hace de manera más eficiente y duradera por medio de la colonización cultural. Con la ventaja de que eso alimenta una industria financieramente más rentable que los gastos bélicos y de reconstrucción, que pueden arruinar una economía.
Lo que tanto defiendes es una idea equivocada que te impusieron
El cine, la televisión, las redes sociales, la industria musical, la editorial, la publicitaria y la periodística son armas de colonización masiva que, contenido a contenido, inoculan poco a poco el modo y las expectativas de vida que conviene al poder colonizante. No sólo los medios, también son colonizantes, a su modo, las industrias de la moda, de la belleza, del turismo, del lujo, de los autos, de la decoración, de la alimentación, de las bebidas. El poder colonizante al que sirven es un grupo de países, es una raza, es una clase social, es un mercado determinado.
¿De dónde vienen nuestros estándares de belleza sino de asimilar desde la niñez, cuando no tenemos defensa alguna, las proporciones y tonos de piel que imponen el cine, la televisión, las revistas, los anuncios de juguetes y los desfiles de moda? ¿De dónde viene nuestra necesidad de protestar por el racismo estadounidense en lugar de combatir el racismo local? ¿Por qué nos importan más las vidas de los más ricos, mientras que las muertes de los más pobres nos tienen sin cuidado? ¿Por qué estereotipamos? ¿Por qué asumimos que es correcto que ciertas personas tengan privilegios y nos escandalizamos cuando quienes no los tienen los exijan?
Pero no todo es tan negativo. Los creadores de contenidos, aunque sean colonizadores, de vez en cuando asumen su responsabilidad formativa. Entonces confrontan ciertos prejuicios, se abren ciertos debates y se plantean perspectivas más incluyentes. En la medida en que tales contenidos celebren, promuevan y discutan la equidad de género y la diversidad sexual, racial, familiar y humana, algo se avanza. En la medida en que estos contenidos abran discusiones políticas, sociales, económicas, científicas y medioambientales, arrojan luz sobre temas que de otro modo permanecerían en la oscuridad. Desde luego, casi siempre se trata de avances tímidos, regulados por la conveniencia del mercado, pero es mejor que nada.
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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
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