el Contribuyente

El regreso a la “normalidad”: la oportunidad de revisar si lo “normal” no era una locura

No vamos a regresar a la vida de antes. No es cuestión de usar cubrebocas. Es que ese mundo de algún modo terminó. Lo que sigue puede ser un verdadero reinicio.

Esta pandemia puede tomarse de dos maneras: como una suspensión, o como un reinicio. Lo primero es más popular. Es como una vacación, aunque sigamos trabajando desde casa. Una vez que se retomen las actividades, volveremos a la rutina de siempre. Con cubrebocas, sana distancia y desinfectante a cada rato, pero más o menos lo que ya conocíamos bien.
El reinicio es menos popular, pero deberíamos plantearlo más seriamente. Muchos negocios empezarán casi de cero una vez que esto se reactive. Muchas familias tendrán que resurgir desde la tragedia de perder a sus seres queridos, o de haber perdido el empleo, o de haberse violentado durante semanas de convivencia forzada. También, miles de personas volverán de una experiencia cercana a la muerte. Pero eso son apenas los síntomas superficiales.
Esta crisis ha puesto en evidencia las enormes falencias del estado anterior a todo esto. Eso que cándidamente llamábamos “normalidad” y en realidad ha sido hasta hoy un mecanismo global de ordeña de nuestros recursos financieros, de nuestro tiempo, de nuestro esfuerzo, y de nuestra vida por parte de los poderes económicos y políticos del orbe.

La normalidad tóxica que aceptamos sin cuestionarla

La “normalidad” es una mera abstracción. En estadística se refiere a la tendencia central de un sistema probabilístico. Sin embargo, ese sistema no es absoluto y su normalidad cambia de valor según qué variables lo definan. A nivel conceptual, lo normal se asocia con “lo acostumbrado”, “lo habitual”. Eso no indica en sí mismo su conveniencia, o inconveniencia. La pregunta es si eso a lo que estábamos acostumbrados no debería ser cuestionado a fondo.
Un ejemplo: hace pocos días, un artículo celebraba que la humanidad podría tener en Jeff Bezos, dueño de Amazon, al primer ser humano que acumule un millón de millones de dólares. En inglés, a eso le llaman trillion; en español, se le dice billón. Aunque aún está muy lejos de lograrlo (su fortuna es de “solamente” 150 mil millones de dólares), no se ve imposible. Es sólo un ser humano y sólo lo diferencia un capital millones de veces superior a  los demás ocho mil millones de humanos. Que haya alguien que no sea él o sus herederos que piense que acumular un billón deba de celebrarse, habla de que lo que entendemos como “normalidad” es un concepto no sólo caduco, sino tóxico.
La tarea de tomar esta pandemia como un pretexto para reiniciar y replantear otra manera de ser y de hacer las cosas, no es sencilla. Involucra cuestiones superficiales como rasurarse la barba al volver a las oficinas, seguir trabajando desde casa, o aumentar los días de descanso frente a los días laborables. Pero no se descarta desmontar y reconstruir la totalidad del sistema político y económico global para evitar una catástrofe inminente en la especie humana. Desde luego, decidir si es home office o no es relativamente fácil; mientras que cambiar el mundo se antoja imposible, excepto por una cosa: nos guste o no, el mundo cambió en estos meses y volver a lo de antes ya no es viable.

La resistencia de los favorecidos por la vieja normalidad

Los más favorecidos por el estado de las cosas anterior a la pandemia son los primeros en buscar que la cuarentena llegue a su fin sin importar el número de muertos que esto represente. Tenemos como ejemplo las desafortunadas declaraciones de un favorecido por el actual gobierno como el empresario Ricardo Salinas Pliego. Si por él fuera, la cuarentena se suspende, todos regresan a producir[le dinero a él] y los muertos se contabilizan como daños colaterales de su inmenso beneficio.
El hecho es que Salinas Pliego cae en la falacia que los economistas llaman “aversión a las pérdidas”. Según este principio, las personas toman riesgos para maximizar ganancias, pero no para minimizar las pérdidas. El empresario, naturalmente, quiere evitar pérdidas y aumentar sus ganancias; pero no toma en cuenta que este marco de decisiones puede conducirle a error al no considerar que sus pérdidas pueden ser enormes en una situación excepcional (y exponencial) como esta pandemia.
Alessandro Rebucci, economista y profesor en la Carey Business School, ha estudiado el impacto económico global del nuevo coronavirus y ha concluido en un estudio publicado por la Universidad de Hopkins que en términos de recuperación financiera “reabrir una economía infectada (de COVID-19) no es un atajo”. Dicho en buen mexicano: reactivar la productividad en plena pandemia sólo hará más caro el caldo que las albóndigas. El presidente de Argentina, Alberto Fernández, lo planteó así recientemente: “Prefiero tener 10% más de pobres y no 100 mil muertos en la Argentina”.
La semana pasada, el líder de Morena y senador con licencia, Alfonso Ramírez Cuéllar, lanzó una propuesta que levantó polémica en los medios noticiosos: que el Inegi estudiara la riqueza en México para que el gobierno tuviera herramientas que le permitieran combatir la desigualdad. Previsiblemente, la propuesta fue rechazada por quienes detentan el poder económico: justo a quienes se busca investigar para que aporten más en nombre del bien común.
En un sistema social desigual, las personas favorecidas por esa inequidad querrán mantener su estatus de privilegio, mientras que las personas desfavorecidas buscarán cambiar el orden de las cosas para acceder a las ventajas que les son negadas. Es imposible la uniformidad absoluta, pero la extrema desigualdad necesita ser disminuida.

Una propuesta para el nuevo porvenir

Julie Battilana, profesora de la Universidad de Harvard, planteó el pasado 20 de mayo la urgencia de replantear, a nivel global, el trabajo como lo entendemos. Su texto Trabajo: democratizar, desmercantilizar, descontaminar fue reproducido por 40 medios de de 36 países, y avalado con la firma de alrededor de 5 mil académicos de distintas universidades de todo el mundo. Propone que a partir de la pandemia de COVID-19, el trabajo humano no debe seguir reducido a simple “mercancía” por las empresas y gobiernos. Para ello, postula la democratización de las industrias y su desmercantilización, ideas que coquetean con el comunismo, pero que en estos tiempos son más una cuestión de supervivencia de la especie humana. Parten de un hecho incontrovertible: “Dejados a su suerte, la mayor parte de quienes aportan capital no se preocuparán ni de la dignidad de las personas que invierten su trabajo, ni de la lucha contra el colapso climático.”
A raíz de la pandemia, queda evidenciado que la clase trabajadora es la que arriesga su vida para dar sustento a las empresas y los empresarios. “Cada día, los y las trabajadoras evidencian que no son una “parte interesada” cualquiera de la empresa: son SU parte constitutiva. Sin embargo, se les niega aún con demasiada frecuencia el derecho a participar en el gobierno empresarial, monopolizado por quienes aportan capital.”
No volveremos a la normalidad. Esa se terminó en febrero de 2020. Llamar “nueva normalidad” a lo que sigue es un tibio desistimiento de replantear eso que, durante décadas, llamamos “normalidad” y que nos trajo a este desastre. Poco o mucho, lo que sea que reiniciemos en lugar de retomar inercialmente, será un paso adelante.
 
 

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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.

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