Viendo las protestas de los alumnos del ITAM en redes sociales, pienso que estoy muy a favor de esforzarnos mucho menos en los estudios y disfrutarlos mucho más: el nivel académico no se verá disminuido.
Se dice que para dominar cualquier habilidad o campo de conocimiento, es necesario forzar la voluntad: llevar a los límites la resistencia física o psicológica como el único camino para destacarse. ¿Pero es así siempre? ¿El esfuerzo es garantía de éxito o incrementa sus posibilidades? No. Pero sí incrementa las posibilidades de hartarse.
Es verdad que el atleta debe extremar el uso de su cuerpo para llevarlo al máximo rendimiento: ese con el que se ganan las preseas. En el proceso enfrentará dolor físico, agotamiento, quizá lesiones, y deberá persistir en ello a pesar de que su organismo se niegue. En la ruta encontrará adversarios que lo superen. Ante ellos se dirá que la única arma es más persistencia, ignorar las señales de dolor del cuerpo, seguir adelante a pura fuerza mental.
El relato es conmovedor, y justifica las altísimas sumas de dinero que algunos deportistas amasan con sus victorias. Aunque los mejores atletas se sometieron y se someten día a día a esos rigores para llegar hasta donde están, no parece que eso les pese. Pareciera que no sólo lo hacen con gusto, sino que no les afecta. Les molestan otras cosas: la falta de apoyos, las grillas de poder, las trampas de los adversarios, pero llevar su cuerpo a sus límites no suele estar dentro de sus quejas. Decir algo como: “Sería genial poder estar en la NBA sin tener que pasar horas entrenando”, o “Me gustaría representar a mi país en las Olimpiadas y ganar el oro sin esforzarme nada”, suena a estupidez.
Saben que el esfuerzo es sólo una parte. Los genes ayudan y, en la lotería de cuerpos, algunas configuraciones físicas y mentales de nacimiento siempre tendrán ventaja. Podemos explicarnos la habilidad de un Cristiano Ronaldo por su disciplina férrea, su visión triunfadora, sus horas y horas de práctica. Pero la genialidad de Messi siempre es incómoda: ha entrenado un montón, sin duda, pero no mucho más que Ronaldo, o que cualquier jugador en esas ligas. Su juego es inexplicable en términos de entrenamiento.
Las universidades no son para los genios… ¿o sí?
Un profesor de la Facultad de Música de la UNAM ante una pregunta que le hice, calculó que de cada diez mil estudiantes que ingresan a las universidades de música en el mundo, solo uno es genio y que posiblemente sea menos: tal vez uno de cincuenta mil. Esos genios son un problema: no parecen esforzarse más que los demás para lograr con facilidad lo que todos logran, y cuando finalmente se esfuerzan los resultados son apabullantes. Es injusto: el instrumentista promedio debió de practicar por horas y horas, y desde muy corta edad. Se perdió de tener una infancia “normal”, con juegos, amigos y risas. Esas horas las pasará repitiendo escalas, estudiando solfeo y oyendo composiciones que no eran del gusto de la mayoría de los infantes o adolescentes de su tiempo. Dominará el instrumento después de años para darse cuenta que las fuerzas económicas, y los gustos de la población, favorecen géneros musicales que no necesitaron tantos años de sacrificio. Y no fue genio, pero tampoco fue reggaetonero.
El fantasma de la mediocridad, que mide con la vara del mercado y no con la vara de lo sublime, lo asustará toda la vida. Igual al deportista que eligió una disciplina impopular: sin una nutrida afición que sustente sus esfuerzos, como deportista no tendrá éxito económico, ni apoyos, no importa cuántas medallas o campeonatos acumule.
En días recientes, salió a relucir en redes sociales el suicidio de una alumna del ITAM (Instituto Tecnológico Autónomo de México). Aparentemente, no se trata de un caso aislado y sería la tercer persona en este semestre que se quita la vida por no tolerar el estrés de los estudios en esa universidad. Esto desató una polémica digital y mediática con respecto a cómo es que las instituciones educativas tratan a los alumnos, que derivó en un paro estudiantil en ese campus, y la promesa de la institución de dar ayuda psicológica. Más aún porque se supone que se trata de una universidad para la clase privilegiada.
Yo no estudié en el ITAM, así que no tengo idea si es ese “infierno escolar” que quieren pintar sus detractores o si están exagerando. Mucho menos conozco las razones por las cuales sus estudiantes se suicidan, pero nunca es solamente una causa, sino el resultado de muchas otras situaciones que inciden en esa decisión última. También me queda claro que la narrativa de la exigencia en la formación de las personas no suele ser muy formativa que digamos. ¿No hace décadas superamos esa falacia de “la letra con sangre entra”?
El esfuerzo no es la solución, es el problema
Como decía al inicio, el esfuerzo no es garantía del éxito. Si nomás me pongo a correr a lo loco todos los días, sin un plan, sin una guía, sin comer adecuadamente, lo más seguro es que una ambulancia recoja mi cadáver por ahí del kilómetro seis o siete. Pero si entreno a conciencia, bien adiestrado, motivado, durante varios meses, para correr un maratón, tal vez llegue a la meta en menos de cinco horas. Eso sí: nunca en las dos horas y segundos de los punteros.
Por cierto, cuando uno lee las biografías de esos súper atletas es evidente que casi nunca fue sólo ponerse a entrenar. Por ejemplo, el hombre que corrió la distancia del maratón en menos de dos horas, Eliud Kipchoge, ya lo traía en los pies. Desde un inicio, sin esforzarse de más, él lograba lo que el resto de sus amigos con trabajos. De ahí lo encontró un entrenador y lo motivó a perseverar. No fue fácil; nadie ha dicho que lo sea. Pero su esfuerzo parece ser un mero asunto colateral. Detrás de su trabajo, hay apoyo económico y logístico, patrocinios. No es nada más el hombre más veloz del mundo en carreras largas: él es un equipo de decenas de especialistas en áreas que van de la fisioterapia y la nutrición, al marketing y el diseño, en donde sólo él es quien corre a toda velocidad para llevarse el récord.
El esfuerzo aún menos es garantía de éxito en un país como México que premia más el linaje, los amiguismos, o la adulación muy por encima de la disciplina y el tesón. Tampoco lo es en nuestras condiciones económicas, en donde esforzarse de más no se traduce directamente en mayor remuneración. Tampoco en una legislación laboral que no asegura más que unos cuantos días de vacaciones al año, pues no entiende que la productividad no es proporcional al esfuerzo. Ni tampoco cuando las culturas laborales y académicas son tóxicas y sin empatía. Ni cuando el esfuerzo es una manera de tener distraídas a las personas para que no estén cuestionando su situación económica: “si no te gusta ser pobre, trabaja” (pero por favor no vengas a protestar, no vengas a confrontar, no vengas a quitarme mis privilegios ganados con el sudor de mis apellidos). Tampoco cuando ese esfuerzo justifica un mal entendido elitismo: “si lo logró es porque se esforzó y solo los que se esfuerzan triunfan” (ya vimos que eso no es cierto).
No. El esfuerzo siempre será loable, pero sólo es garantía de cansarse mucho. No es el esfuerzo. Es el sentido. El propósito. Cuando hay un por qué verdadero, existencial, el esfuerzo ni se percibe así. Por ejemplo: descubro que llevo como tres horas redactando esta retahila de insensateces que seguramente el lector sólo pudo leer hasta este punto por pura disciplina. Sin embargo, esas horas las sentí breves, placenteras. ¿Me esforcé para escribir esto? Supongo que sí, pero ese no era el punto: para mí había un propósito, y por eso, valió todo la pena.
Y, claro, también hay gente que como es hermosa ya tampoco necesita esforzarse; ahora lee: Las apps de ligue y cómo los robots ya nos están discriminando por nuestra belleza.
Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.