Las lecciones de la vida real, la vida virtual y el consejo de los expertos en el tema, lo repiten una y otra vez: no cometas errores. ¿Pero qué pasa cuando ya los cometiste?
1. La experta que cometió un error
La semana pasada vimos consternados el video de los vehículos calcinados en una carretera del desierto de Sonora. El relato periodístico que los acompañaba los hacía aún más devastadores: en ellos viajaban mujeres y niños que fueron baleados y quemados vivos. Pertenecían a la familia LeBarón, que resonaba en nuestra memoria por ser víctimas del homicidio de dos de sus integrantes en 2009. Los medios y las redes sociales fueron casi unánimes la empatía y solidaridad con la familia. Casi. Una voz desentonó en el coro tuitero de horror y conmiseración.
Pilar Montes de Oca Sicilia, lingüista, comunicadora y, hasta ese momento, directora de la revista Algarabía consideró que era buen momento para dar su opinión en contra de la familia LeBarón. Incluso expresó su agrado por lo sucedido. Su discurso no solo era inapropiado para el momento, sino que lo reiteró y fue enfática en ello. Lo que siguió fue predecible.
Que se puedan anticipar las consecuencias no implica la normalización del odio que se desató en su contra. Es solo señalar que las cosas en redes sociales funcionan así. Recibió el repudio inmediato de miles de usuarios, a veces en forma de juicio moral, de insultos y de amenazas de muerte. Todo por una tragedia de la que tanto ella, como la inmensa mayoría de los que intervinieron en esa discusión eran, objetivamente, ajenos. En las siguientes horas, la editorial que publica Algarabía se tuvo que deslindar de las opiniones de su directora. Luego, ella redactó un texto que quiso hacer pasar por disculpa pública, pero como en realidad no se retractaba de lo que dijo, tampoco fue bien recibido. Finalmente, la revista emitió un comunicado en el que anunciaba que Pilar Montes de Oca Sicilia era removida de su cargo.
Este tipo de eventos ocurren con tanta frecuencia y en ese mismo orden que sorprende que personas tan preparadas como ella caigan de ese modo tan torpe en la misma trampa. Lo vimos con el escritor Nicolás Alvarado y su desdén por el entonces recién fallecido Juan Gabriel. Lo vimos con la piloto de Interjet que imaginó una bomba en el Zócalo: mismo caso y también perdieron sus trabajos.
2. El experto que arreglaba los errores de otros
Hace muchos años conocí a un especialista en manejo de crisis de reputación. Es decir, era el sujeto que llegaba al rescate mediático de la organización o persona que la opinión pública había asociado a algún evento deplorable. Si la empresa derramó contaminantes a un río y murieron personas, él llegaba para darle la vuelta a la narrativa, desviar la atención de las muertes y resanar la dañada imagen de la corporación. Si el empresario había aparecido en un video golpeando salvajemente a una persona indefensa, él modificaba las circunstancias, y lograba que la opinión pública recuperara la opinión favorable del agresor. Si un empleado de la empresa había cometido algo espantoso que salpicaba de pasó a la organización que le daba trabajo, él dictaba lo que la empresa tenía que hacer para salir bien librados tras correr al empleado. Era inteligentísimo, buen conversador, se vestía impecablemente con traje de tres piezas, fumaba mucho y tenía sobrepeso. Está muy mal estereotiparlo, pero la naturaleza de su profesión de algún modo le pasaba factura: siempre estaba nervioso, insomne y estresado. No recuerdo su nombre, y es mejor así.
Sé que el párrafo anterior lo pinta como una persona sin escrúpulos; una especie de Saul Goodman (el cínico abogado de Better Call Saul) pero de las relaciones públicas. No era tal. Simplemente es difícil explicar lo que hacía sin dar la impresión de que muchas veces su trabajo caía en lo moralmente ambiguo. Un trabajo sucio que alguien debía de hacer.
Lo cierto es que nunca impedía las consecuencias legales que sus clientes podían afrontar por sus malas acciones. Su campo de litigio no era la corte jurídica, sino la arena mediática. Las leyes que operan en la primera son racionales, codificadas y específicas. En cambio, las que gobiernan en los medios son viscerales, revanchistas, emocionales, volubles, salvajes. Ante la ley una persona puede resultar inocente o haber cumplido su condena —y por tanto estar libre—, y por el contrario ser culpable de por vida ante los tribunales de las redes sociales y los medios masivos.
Mi conocido sabía todo eso y sabía también que la sed de venganza de la masa también era manipulable. Tener éxito en ello dependía siempre de muchos factores, no todos controlables. El primer paso era, de hecho, detectar todos los factores. En ese punto, mi amigo comentaba que casi siempre, lo más difícil, era hacer que su cliente reconociera su error y actuara en consecuencia.
3. El tribunal de los salvajes
Las instituciones jurídicas en México son ejemplarmente disfuncionales, ineficientes e incluso corruptas. Pero al menos en el papel parecen civilizadas. Por ejemplo, no admiten la pena de muerte y evitan que una cosa juzgada se vuelva a juzgar.
En cambio, salvo en su tecnología, la arena mediática y las redes sociales son medievales. Se detonan y condenan con el puro rumor. Desconfían de la evidencia científica en contra y nunca comprueban la veracidad de los hechos. Disfrutan el linchamiento, el asesinato y el suicidio de los condenados. Comparten con frenesí videos donde los protagonistas son sometidos a vejaciones. Atacan, amenazan e insultan a quien piense distinto. Celebran la exhibición pública de los que consideran mal portados a partir de una moralidad maniquea e irreflexiva que no practican. Si la supuesta falta (haya sido cierta o no) se viralizó, entonces no aceptarán que la persona pudo corregir su conducta y aprender la “lección”. En cambio, si no se viraliza, la falta será olvidada en seguida.
Es importante que no te distancies moralmente del párrafo anterior: la arena mediática tiene ese comportamiento embrutecido porque son nuestro espejo: los humanos somos brutos simulando no serlo. Nuestras pulsiones más primitivas apenas han sido domesticadas por las convenciones sociales. ¿Acaso frente a tu televisor no has gritado absurdamente insultos a un árbitro que está en Europa para que desista de anular el gol que le daría a tu equipo el pase a semifinales? ¿No le diagnosticas retraso mental severo al conductor que maneja lento delante tuyo y no te deja pasar?
En la deplorable turba de linchadores del mundo físico, los que ejecutan la masacre rara vez pasan de la docena. Sin embargo, la mirada horrorizada o cómplice de los centenares de espectadores dirige la conducta de esos verdugos improvisados. Esa mirada que no los juzga ni los condena, esa mirada que permite y tal vez celebre el acto atroz, que impide el paso de las fuerzas del orden valida a los supuestos justicieros para seguir cometiendo su acto cruel. Esa mirada es la nuestra: la tuya, la mía, la de todos los que no ocupamos el papel activo de verdugos.
Hay que decirlo: esos linchamientos, los reales y los mediáticos, son avivados justo por la desconfianza, la corrupción y la inoperancia del sistema de justicia del Estado mexicano. Si el gobierno no fuera omiso ante la impunidad y la corrupción del poder judicial, no habría necesidad de llegar a esos extremos.
En las turbas de las redes sociales es muy tentador, muy sencillo y muy bien visto, ser parte del tribunal que enjuicia y condena. Tus iguales te ven y dan su aprobación en esa supuesta superioridad moral que todos creemos compartir. Eso provoca que los ejecutores no seamos una docena, sino docenas de miles. Consideramos una victoria quitarle el trabajo a alguien que cometió un error de opinión. No vemos que, dada la brutalidad del contexto, todos los que participamos en esos juicios extralegales estamos, por el simple hecho de participar, equivocados.
Si te gustó esta columna, puedes leer la entrega anterior: ¿La creatividad se termina con la edad?
Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.