A propósito del juicio a Trump, ¿cómo hablar con los que aman a los déspotas?
Parecen imposibles la comunicación, la sensatez y los acuerdos en este mundo polarizado, que separa a las comunidades de acuerdo a sus odios y sus afectos. Pero hay esperanza.
El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ya tuiteó que piensa acusar de traición a Adam Schiff. Este personaje, líder del comité de inteligencia de la Cámara de Representantes, declaró ante el Congreso estadounidense lo que sabía sobre la conferencia que Trump sostuvo con su homólogo ucraniano Volodímir Zelenski. Hay evidencia de que Trump intentó condicionar el apoyo a Ucrania a cambio de que ese país investigue al hijo de Joe Biden, su rival demócrata en las próximas elecciones presidenciales. La ilegalidad de ese acto ha llevado a que se inicie un juicio político en contra suya. Si el juicio prospera, Trump sería destituido. Si no, seguirá ocupando la presidencia y contenderá por su reelección en 2020.
Pero Trump es sólo la punta de un iceberg: con sus desplantes narcisistas, su indolencia ante los problemas de los más vulnerables, y su ignorancia obscena, es un engendro de estos tiempos. Es decir: si no hubiera sido él, otro muy semejante ocuparía su puesto. Dicho de otro modo: si fuera obligado a dimitir, el trumpismo seguirá vigente, y surgirán otros bichos iguales o peores mientras los votantes sigan en el mismo caldo de cultivo.
Los presidentes del descontento
Trump ganó la presidencia en 2016 porque supo capitalizar el descontento poblacional de un modelo político y económico fallido. Lo mismo puede decirse de Andrés Manuel López Obrador en México, de Jair Bolsonaro en Brasil, de Boris Johnson en Inglaterra, de Rodrigo Duterte en Filipinas y del ucraniano Zelenski. En un barco que hace agua, cualquiera que prometa salvar el navío es elevado a capitán.
Ninguno de esos personajes puede hacer gran cosa por resolver al sistema roto. De hecho, sus discutibles decisiones políticas y sus estrategias de comunicación tienden a agravar las cosas. Por un lado son mandatarios que tienden a negar lo evidente para imponer la verdad que les conviene. De la negación de Trump al cambio climático a la negación de López Obrador al desplome de los indicadores económicos más básicos. De la indolencia de Bolsonaro ante los incendios en la Amazonia, al rechazo de las instituciones democráticas en Johnson.
A todos esos líderes los alimenta una falla en el sistema operativo de los seres humanos: nuestra fascinación hacia los déspotas. Líderes como ellos han existido desde que la humanidad escribe su Historia, lo sorprendente es que sus capacidades de encantamiento sigan intactas.
¿Por qué nos fascinan los déspotas?
Tal vez se deba a un aspecto infantil de nuestra psique: de niños confiamos en los adultos solamente porque ellos eran más grandes y parecían estar más decididos. Sin embargo, esa misma mente inmadura nos hacía creer más en los adultos que veíamos cercanos, aquellos que hablaban en nuestro idioma y nos cumplían los caprichos inmediatos.
El déspota representa esa dualidad: es decidido y al mismo tiempo simplista. Su moral apela a los rasgos patriarcales más rancios. Su tozudez es el signo del guerrero que se levanta contra los poderes establecidos; aunque la historia indica que al final ese personaje se volverá la encarnación más absolutista del poder. No importa: nos fascina. Un político real, que maneje las complejas aguas de los acuerdos, la rendición de cuentas y la responsabilidad en las decisiones nos resulta, paradójicamente, distante, demasiado adulto para nuestra mente distraída.
Por otra parte, desde que nos autodenominamos seres racionales, nos gusta pensar que nuestras convicciones se guían por sólidos argumentos. Esas convicciones son siempre enunciables, y el lenguaje no suele llevarse bien con el relativismo. Las escalas de grises son problemáticas de comunicar; el vocabulario con el que procesamos las ideas tiende al alto contraste: en quien lo enuncia, primero; y luego se acentúa al ser recibido. Las ideas que prevalecen al final son una fotocopia de enésima generación, donde ya desaparecieron todos los matices.
Si el líder en turno entiende de matices, tratará de restaurar los grises perdidos en la paleta mental de las personas. Pero eso toma tiempo y las masas, en tiempos turbulentos, no tienen paciencia. La audiencia del demócrata siempre será menor a la del déspota que apueste por la certeza de los tonos absolutos: es blanco o es negro y no hay más.
El déspota gobierna desde la división que él mismo provoca. Caerá cuando su grupo de favorecidos pierda la mayoría, los medios de sustento, o los bastiones que domine. Pero mientras logre fascinar la mente pueril de sus súbditos, tiene la permanencia garantizada.
La confusión de los adversarios
Por otra parte, la inercia centrífuga que el déspota provoca, lleva que sus adversarios jueguen a la misma simplificación. El déspota denosta en su lenguaje maniqueo a sus adversarios. Eso es de esperarse. Sin embargo, los adversarios responden en el mismo tono.
Los adeptos al partido Demócrata en Estados Unidos no han sabido articular más discurso que el repudio a Trump y, peor aún, a sus seguidores. Los tildan de ignorantes, de racistas, de machistas, de xenófobos. Si bien, un porcentaje de sus seguidores cabe en esa descripción, son sólo una ruidosa minoría. El resto, que no se identifica con esos adjetivos, simplemente se ofende y ante la ofensa ya no da lugar al diálogo, sino a la réplica visceral.
En México, pasa lo mismo: desde la denostación de chairos y fifís (y derivados), que anula toda posibilidad de encuentro de las ideas, la tentativa de argumento de uno u otro bando es desmontada apresuradamente con falacias argumentativas. Abundan leyendas urbanas que suponen que a los periodistas se nos paga por “pegarle” al mandatario. (¡Bueno fuera!) No consideran la posibilidad de que uno tiene opiniones (acertadas o erróneas) y las pone por escrito. Pero invalidan esas opiniones porque juzgan que quien la sustenta no tiene autoridad moral (falacia ad hominem), o las rechazan porque el presidente es “honesto” y eso no se discute (falacia ad verecundiam), o se admiten tales y cuales decisiones (por demás muy discutibles) porque van contra la corrupción y la inseguridad (falacia ad baculum), etcétera.
El alto contraste, las falacias, nos separan, nos enfrentan, y nos llevan a la negación de la dignidad del otro. Eso no es un buen diagnóstico.
La forma de contrarrestarlo no es esgrimiendo argumentos racionales para que el “otro” entienda porque, recordemos, el otro nos detesta, sabe que lo detestamos, y desde ese punto de partida, todo lo que argumentemos será desacreditado.
Por mucho que nos duela en el orgullo, el camino no es convencer al otro, sino nosotros tratar de entenderlo: que deje de ser un otro. Si bien el otro se maneja desde posturas que nos parecen inaceptables, no es alguien estúpido. De hecho, esa persona piensa que quien no se da cuenta que no se da cuenta eres tú. Por más absurda, infantil, retrógrada, que te parezca, debes mirar la realidad desde su posición. No descartarla. No repudiarla. Entenderla. Sólo desde esa postura es posible empezar a tender un puente. Lo paradójico es que ese pretende ser el núcleo del discurso lopezobradorista.
Para seguir analizando sobre la polarización del actual gobierno, lee La piloto de Interjet a la que le explotó el post que escribió… ¿estaba en su derecho?
Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
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