Hay maneras de alterar tu mente para hacerla evolucionar, pero ojo: en el proceso, tu personalidad quedará comprometida.
Las neuronas modifican su forma continuamente para enlazarse con otras neuronas. A esta característica se le llama plasticidad. Si se pudiera hacer un mapa minucioso o registro de todas tus conexiones neuronales, y sobre todo lo que esas conexiones implican, se tendría un retrato más o menos fiel de quién eres en este momento. Al menos mentalmente.
Desde luego, estamos muy lejos de semejante retrato. Un cerebro humano tiene 120 mil millones de neuronas. Cada una de ellas, a su vez, mantiene en promedio siete mil conexiones o sinapsis con otras neuronas. La cifra resultante en la combinación de ambas magnitudes es para provocar mareos. Pues eso es lo que traemos en la cabeza.
La pregunta que aquí surge es: ¿hasta qué punto esa vastísima complejidad puede ser alterada para mejorarla? Una segunda pregunta: ¿hasta dónde se puede hacer eso a voluntad? La tercera pregunta es más filosófica: ¿si uno cambia su mente, cambia su persona?
Esto tiene una importancia central para tu vida: tú eres tu mente-cuerpo. En la medida en que puedas afinar su cableado, perfeccionar su maquinaria, puedes evolucionar como persona, al menos dentro de los límites que marcan los procesos biológicos ineludibles de madurez, vejez y muerte. ¿Cierto?
Empezaré respondiendo la tercera pregunta porque, en realidad, es a partir de ella que depende la respuesta de las dos primeras preguntas.
Si cambia tu mente, tú cambias
La palabra “persona” nos recuerda que no somos más que una apariencia. La etimología se remonta al latín y significa: “sonar a través de” (per sonare). Esto porque en el teatro de la antigua Roma los actores portaban máscaras enormes que escondían unos conos que servían de amplificador a la voz. Es decir, como el histrión “sonaba a través de” su máscara, a las máscaras se les llamaba “personas”. A las personas humanas, por otra parte se les llamaba singula, individuo; homini, ser humano; o populus, si querían decir “gente”. Por cierto, la palabra máscara viene del árabe, y significa payaso.
Que haya sobrevivido hasta nuestros días la identificación de la persona con la máscara no deja de tener algo de poético: es reconocer, tácitamente, que lo que identificamos como características propias, individuales y únicas, en realidad enmascaran lo que somos.
Eso que somos está, sin embargo, delimitado por una serie de vectores que nos fueron impuestos por nuestras circunstancias: la década histórica y la región del planeta en donde crecimos, nuestra salud física y genética, el idioma materno, la alimentación que recibimos, los privilegios relativos al nivel socioeconómico (o su carencia), los hábitos y valores que absorbimos y practicamos, los traumas que procesamos bien o mal, la persistencia de algunos símbolos y tabúes sobre otros, las expectativas y roles que creímos había que asumir, los accidentes tanto afortunados como desafortunados que nos marcaron, etcétera. (Y no, contrario a lo que muchos quisieran pensar: la posición de los planetas y estrellas al momento de nuestro nacimiento no afecta en absolutamente nada, ¿estamos?) El hecho es que si se eliminaran todos esos vectores que nos inciden, ¿qué seríamos?
Se puede argumentar que las decisiones y la voluntad sí son nuestras, pero cuando uno mira de cerca qué tanto son realmente nuestras y no el resultado de cumplir expectativas, mantener un status quo, o representar un rol, sale a relucir que en el fondo decidimos muy poco: mucho está dado de antemano por nuestro entorno. Incluso, al ir deliberadamente en contra de las expectativas, del status quo, o de los roles —porque en un rapto de conciencia nos dimos cuenta que nos fueron impuestos—, volvemos al mismo punto: estamos tomando esos virajes por distanciarnos de lo que nos fue impuesto. Sin imposición, no habría necesidad de ir en contra de nada.
¿Qué nos queda, pues, realmente? Siguiendo con la etimología: queda la máscara. El papel que se representa, el guión que nos marca los parlamentos. Está el actor bajo la máscara. Pero cuando deja de representar su papel no puede quitarse esa otra máscara, la que lo define como “persona”.
El hecho es que la alteración de nuestra mente implica necesariamente la alteración de lo que entendemos como nuestra personalidad. Eso que hasta ahora hemos sido, esa personalidad nuestra que tanto afecto provoca en quienes nos quieren, y tanta repulsión en quienes nos detestan, es en realidad un epifenómeno de la configuración de esa mente-cuerpo: su cableado, su maquinaria.
La receta para modificar tu mente
La manera más inmediata para mejorar la actividad cerebral es por medio de drogas psiquiátricas. Con ellas se pueden lograr avances en ciertas áreas, como incrementar la capacidad de concentración o disminuir los síntomas de la depresión a lo largo de un periodo más o menos amplio; o si es una sustancia psicodélica, se puede activar de forma momentánea conexiones cerebrales poco utilizadas.
Sin embargo, hay modos de alterar a voluntad nuestro funcionamiento cerebral que no involucra la dosificación de sustancias externas. La forma resumida de hacer esto es confrontando de forma deliberada, metódica y constante a nuestra máscara, o sea a nuestra persona. Esto es: sometiendo a nuestro cuerpo-mente a experiencias infrecuentes, retadoras y esforzadas.
En cierta forma, lo hacemos de manera constante porque nuestro cerebro lo pide todo el tiempo. Por eso vemos series y películas, leemos novelas, jugamos pelota o videojuegos y nos gusta salir con los amigos, porque todas esas actividades nos confrontan desde un entorno de riesgo muy reducido. Nos gusta tener experiencias. Claro está que hay quienes prefieren añadir el elemento adrenalina a sus experiencias, porque el riesgo real añadido es uno de los más poderosos reconfiguradores de nuestro cuerpo-mente (a veces al grado de arruinarla por completo si las cosas fallan fatalmente).
Pero, como todo, hay de experiencias a experiencias. Una vez que una actividad se vuelve costumbre, deja de tener efectos que impliquen un crecimiento. Es decir, cuando la confrontación no es tal y en realidad es una zona de confort más, el proceso de recableado cerebral pierde relevancia.
Al final es un combinado entre variedad y profundización: la variedad que trae experiencias insospechadas (y por tanto, confrontativas), y la profundización que revisita una y otra vez las experiencias ya conocidas, pero para lograr la perfección (que, por imposible, siempre confronta). Y, entre tanto, periodos necesarios de descanso y distracción para procesar lo confrontado. Mientras ese sistema perdure, todo bien. Lo que nunca debe permitirse es el apoltronamiento y la complacencia, síntomas de claudicación y derrota.
Para redondear esta idea, sigue leyendo ¿No puedes progresar? Los cuatro cuadrantes del cambio posible
Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.