Si es la suerte, y no el esfuerzo o el talento, ¿qué esperanza de éxito en la vida tenemos si no podemos controlar la buena fortuna?
En esta esquina tenemos a los más responsables. Las hormigas de la fábula, digamos. Ellos elaboran un calendario y se apegan a él, avanzan gradualmente y la fecha límite no los estresa porque su plan evoluciona de acuerdo a lo previsto. A veces se dan el lujo de terminar días antes de lo estipulado.
En esta otra, tenemos a los desorganizados. Las cigarras. Una vez que conocen la fecha de entrega, lo primero que calculan es cuánto tiempo máximo pueden darse de descanso, cínico y desparpajado, antes de entregarse a una pesadilla de desvelos, estrés, desnutrición, cafeína, y trabajo a marchas forzadas con tal de entregar a tiempo.
Si bien los primeros son los colaboradores más confiables, también es verdad que si los segundos no logran destruir sus propias carreras con esas prácticas de alto riesgo, es porque de vez en cuando ofrecen algo innovador, valioso.
Los que creen en este cuento dirán que la innovación surgió en los días en que no hicieron nada: su mente divagó sin presiones y en esa libertad formuló ideas más valientes, perspectivas más novedosas. Nos parece lógico porque sabemos que las mejores ocurrencias aparecen mientras estamos de vacaciones, o nos estamos bañando, durmiendo, manejando o cuando estamos platicando relajadamente. Parecería que las ideas salieron por azar, aunque no fue así.
Los actos fallidos de la creatividad
Sigmund Freud opinaba que no había mucho espacio para el azar en los procesos mentales. La mente humana puede ser irracional, neurótica, psicótica incluso, pero nunca arbitraria. Los pensamientos que surgen aparentemente “de la nada”, en realidad están determinados por el material psíquico previo: recuerdos, pensamientos, emociones, obsesiones, delirios. Acuñó la expresión “acto fallido” para referirse a esos deslices de la mente que, enfocada en seguir un rumbo racional, se desvía hacia algo imprevisible, a veces absurdo, pero siempre revelador para el psicoanalista avezado. En su visión no hay tal cosa como lo accidental si en el resultado operó la psique, consciente o inconsciente, del individuo.
Así, las cigarras ociosas pero innovadoras, lo que hacen (sin proponérselo realmente) es revolver su material psíquico durante el tiempo de pereza que se permitieron antes de enfocarse en el brutal ritmo de trabajo que impone la aproximación de una fecha de entrega.
Digamos que administraron sus actos fallidos para que dejaran de serlo, para que, entre un desvarío y otro, pudiera aparecer la gran idea. Entonces, como aparentemente trabajaron menos que los otros, nos gusta decir que salieron con alguna genialidad. En el cuento de la cigarra y la hormiga, nos gusta darle la razón a la cigarra, aunque al final muera congelada por su falta de previsión. Un cuento que tal vez hemos propalado porque no nos gusta trabajar arduamente: preferimos pasarla bien y de repente salir con una idea brillante que nos libre de la disciplina.
No es el esfuerzo ni el talento
Daniel Kahneman, premio Nobel de economía 2002, estudió durante ocho años a 25 de los corredores bursátiles más exitosos de Wall Street. Encontró que si hacía la suma total del resultado de sus apuestas en el mercado de valores, el resultado era cero. Es decir: sus sugerencias no crearon capital de forma consistente. Eran tan atinadas como si las hubieran echado a la suerte. Eso sí, por unos cuantos consejos que sí fueron exitosos, recibieron bonos multimillonarios que daban la impresión de que su visión era afortunada. A esto, Kahneman le llamó la ilusión de la habilidad.
A esa ilusión sumemos la falacia de la auto-atribución. En ella nos otorgamos crédito por cosas de las que no somos responsables. No nos gusta admitir que la ciudad donde crecimos, el tono de nuestra piel, si somos hombres o mujeres, las relaciones familiares y sociales que ya estaban construidas antes de nosotros hayan influido en nuestros triunfos.
He conocido muchos emprendedores que están convencidos de haberse forjado su éxito por ellos mismos. “Mi padre nunca me dio un peso”, dicen con orgullo despechado. “Todo esto es fruto de mi esfuerzo.” Ajá. Pero ¿ en qué medida? Reconocer que fue mayormente la suerte y no el esfuerzo, ni el talento, socava la narrativa de tus posibles triunfos y por eso lo negamos por completo, o lo desestimamos. “Bueno sí, también tuve un poco de suerte.” ¿Pero qué tanto es tantita suerte?
La supervivencia del más suertudo
Un artículo reciente publicado en el MIT Technology Review narra el estudio que realizó Alessandro Pluchino y su equipo en la Universidad de Catania en Italia. Establecieron un modelo matemático en el que asignaban a una población virtual un nivel de talento, de esfuerzo y de buena o mala suerte. El resultado final, una y otra vez, no importara cuántas veces corrieran el experimento, terminaba por volver irrelevantes el talento y el esfuerzo y ganaba siempre la buena suerte.
Esto se explica porque en el plano de las desigualdades económicas del mundo, uno puede esforzarse un poco más o un poco menos, o tener un poco más o un poco menos de talento; pero la acumulación de capital es exponencial: no se puede trabajar millones de veces más o menos, o tener un coeficiente intelectual millones de veces más grande o más pequeño. En cambio, sí se puede nacer y morir en un entorno millones de veces más rico que el resto de las personas. Y eso no es otra cosa sino suerte. “El superpoder más grande es la buena suerte“, dijo Stan Lee.
Los biólogos también lo han visto una y otra vez en la evolución de las especies: a nivel estadístico es la supervivencia del más apto. Pero a nivel organismos es la supervivencia del más suertudo. Hace 65 millones de años, un asteroide acabó con el 99.999% de los seres vivientes en el planeta. Sobrevivieron unos cuantos animalillos que tuvieron —por fin— la suerte de no haber muerto gracias a su pequeño tamaño. Por eso es que descendemos de los primates, que descienden de los roedores que no murieron y no de los dinosaurios que eran los más exitosos.
Somos producto del azar. El mismo azar que nos hace desacreditar al que tiene éxito y sentimos que no lo merece: “Lo suyo fue pura suerte.” Y seguramente sí. ¿Y qué?
Cómo atraer la buena suerte (sin amuletos)
¿Pero entonces si es la suerte y no el esfuerzo o el talento qué esperanza tenemos si no podemos controlar la buena suerte? Hay algunas mañas que resuelven muy poco en realidad. Cosas como: no puedes ganarte la lotería si no compras ningún boleto (y las posibilidades de ganar son de una en millones). Es más útil el consejo contrario: evita las estupideces. Una de ellas, muy común por cierto, es tentar a la suerte esperando que sea favorable. O sea: no apuestes a lo idiota.
La fortuna favorece al que ya favoreció antes y desfavorece aún más al que nunca le ha sonreído. Eso no quita que el trabajo arduo y el talento no cuenten. Sólo que no lo resuelven todo. En una situación donde la cancha está pareja, meterá más canastas quien tire más veces el balón al aro y con el tiempo, y la práctica, reduzca sus posibilidades de fallar.
Por otro lado, favorecer el azar es una decisión sabia. Lo dicen las abuelas: “no eches todos tus huevos en una canasta”. Lo dicen los que invierten: el factor de riesgo de un producto financiero se diluye con un portafolios diverso. Lo dice la regla estadística del 80-20, esa que dice que el 80% del esfuerzo traerá el 20% de las ganancias, mientras que el 80% de las ganancias vendrán con el 20% del esfuerzo. Lo dice, por último, quien en la regadera, o en la conversación despreocupada, suelte un mayor número de ocurrencias. Serán absurdas e irrealizables la inmensa mayoría, pero basta una sola que la suerte te sonría.
Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.