el Contribuyente

¿Quién le tiene miedo a la risa y por qué?

Lo que hoy causa hilaridad, en unos meses quizá nos ofenda. En tiempos de redes sociales es importante saber dónde empieza o acaba el humor.

Antes de leer esta columna, practica el siguiente ejercicio: coloca los dedos de tus manos sobre los costados de tu caja torácica y procede a presionarte las costillas como si  fueran las teclas de un piano. ¿Te provoca risa el contacto de sus dedos? No. Ahora haz lo mismo con alguien de tu entera confianza. Pídele permiso antes. ¿Esa persona se ha reído? Es muy probable. No insistas. Por último, repite esto con alguien que no conozcas. ¿Te han acusado de acoso? ¿Has recibido un puñetazo en la cara o un sonoro cachetadón? Bueno, lo lamento.

¿De qué te estás riendo?

Las cosquillas (porque, si no quedó claro, eso fue de lo que se trataba el ejercicio) son el mejor ejemplo de que la risa surge en la confluencia de un detonante que sea al mismo tiempo violatorio y benigno. Un poco más benigno, no causa risa (las cosquillas a ti mismo). Un poco más violatorio (las cosquillas a un extraño), y ofende. En la intersección de lo violatorio y lo benigno es que se desata esa reacción instintiva que solamente posee la especie humana: la risa. Puede ser producto de cosquillas físicas, pero también de las intelectuales: el humor. De hecho, este ejercicio lo tomé de la teoría que propuso Peter McGrow, un científico del comportamiento de la Universidad de Boulder, en Colorado. Según él, los comediantes se mueven siempre en ese terreno borroso de lo violatorio y lo benigno. Si se pasan, ofenden. Si no, no dan risa.

Un chiste religioso enoja a un público ultra religioso, da risa a una audiencia de creencias relajadas y deja indiferentes a personas ajenas a esa creencia. El límite entre un grupo y otro es subjetivo. Una persona se tropieza en las escaleras y cae dando tumbos. Los testigos reirán del caído si no tuvo mayores daños. Si no se mueve y se forma un charco de sangre, no habrá risas.

El 19 de noviembre de 1984 las explosiones encadenadas de varios tanques de gas en el pueblo de San Juan Ixhuatepec (mejor conocido como San Juanico), al noreste de la capital mexicana, calcinó a medio millar de personas y dejó con lesiones a dos mil más. A las pocas horas, ya circulaban decenas de chistes crueles, cínicos, sobre esa tragedia, que no pienso repetir aquí. Por entonces, los mexicanos nos jactábamos de que nos reíamos de la muerte. Menos de un año después, el 19 de septiembre, un terremoto de 8.1 grados devastó a la capital mexicana. La cifra de muertos va de los 5 mil a los 25 mil, no se sabe. La cifra de chistes fue mínima, si acaso los hubo. Yo no los recuerdo.

La risa es un cliché de los peores

La risa es un gesto de superioridad de quien se ríe. Se los digo yo, que tengo la pésima costumbre de reírme cuando mis parejas se enojan conmigo. No me río de ellas, sino de lo absurdo de la situación, pero eso nunca lo entienden, y mucho menos estando enojadas. Por eso estoy soltero. También tengo la imperdonable costumbre de reír en momentos solemnes, pues encuentro ridícula a la solemnidad humana. No me inviten a su velorio.

No hay sinónimos para sonrisa. Sólo aproximaciones: gesto, risilla. En las descripciones literarias ya se volvió trillado describir a los personajes a partir de esa contracción de los músculos faciales (el peor de todos los clichés es “sonrisa cómplice”, por cursi). Es comprensible: pone el escritor esa expresión al personaje y se ahorra el trabajo de acumular descripciones y escenas que permitan al lector deducir que el personaje en cuestión es simpático, o peor aún, que está “feliz”.

En tiempos más recientes, otros límites humanitarios se han impuesto al humor. Ya no está bien visto hacer mofa de los grupos vulnerables. Lo digo sin ironía, eso es un gran avance social. Es fácil y muy estúpido reír de quien le tocó estar por debajo en la absurda jerarquía patriarcal, racista, clasista o intelectual. Todavía hay hombres que deploran ya no poder hacer chistes sobre homosexuales, sobre mujeres o sobre indígenas. Suelen ser los mismos que toleran poco que alguien se ría de ellos. Los mismos que, al leer estas líneas, ya se están poniendo el saco y se están ofendiendo. El hecho es que si la risa ha de tener un destinatario es quien se encuentre en los niveles superiores. La risa se vuelve así, el gran igualador jerárquico. Pero eso presenta otro problema…

La risa desprovista de amenaza

En las fotografías del siglo XIX, rara vez se muestra a las personas sonriendo. Por el contrario, los gestos suelen ser adustos, si no es que de plano consternados. Lo mismo pasa con los retratos al óleo. No abundan las pinturas clásicas de gente riendo. No es que vivieran en amargura. Aparentemente el semblante grave de los retratados se debía a que el tiempo de exposición de la placa fotográfica era de varios minutos. Ya no digamos el tiempo en el que una persona tenía que posar ante el pintor de retratos. La sonrisa de la Mona Lisa es célebre porque se ve tan natural en un tiempo en el que captar un gesto de sutil ironía era impensable. Por lo demás, cualquier sonrisa sostenida mucho tiempo se vuelve impostada.

Esta seriedad del pasado contrasta con la profusión casi delirante de fotografías de gente riendo o sonriendo que pobló a la segunda mitad del siglo XX. La sonrisa se hizo un cliché chocante de la propaganda comunista de la postguerra: obreros y campesinos soviéticos, coreanos, o chinos, exhibían expresiones de felicidad siniestra. Por otra parte, el bloque capitalista, entrenado en el cine de Hollywood, se enfocó en sonrisas sexualizadas, como si fuera posible que el orgasmo y la carcajada ocurran al unísono. (Quién esto escribe sabe, con algo de vergüenza, que ambas cosas se anulan si suceden simultáneamente.)

Pero en todo caso, eran risas y sonrisas domésticas, circunscritas al ámbito íntimo de los que aparecen en las fotos. Los regímenes totalitarios, sean comunistas o fascistas, toleran poco o nada la risa hacia la gente en el poder. Las novelas La broma, o El libro de la risa y el olvido, de Milan Kundera, son el reflejo de cómo el poder absoluto abomina de la burla.

De la risa sólo nos queda su nombre

En su novela El Nombre de la Rosa (1980), el filósofo italiano Umberto Eco escribió un thriller policiaco-medieval alrededor de un libro que se sabe que existía, pero que desapareció. En un monasterio de monjes benedictinos, hay una serie de asesinatos, y poco a poco se revela que giran alrededor de una copia de La Comedia. Se trata del fragmento de un libro que el filósofo griego Aristóteles escribió en el siglo IV antes de nuestra era, como segunda parte de La Tragedia. Este último texto sí sobrevivió hasta nuestros días como Sobre la poética, título que habría correspondido a la obra completa.

En ese libro se decía que La Comedia era un libro prohibido porque la risa, la mofa, socavaba los fundamentos del poder eclesiástico. La risa ofendía al Dios celoso que impide las idolatrías. La burla iguala a las personas y nada hay más abominable al poderoso que ser motivo de burla. Es esa la razón por la cual, salvo pinturas claramente profanas y más bien recientes, es prácticamente imposible ver la imagen de un Jesucristo riendo.

En tiempos en que las redes sociales son un policía severo de la risa, no hay ironía en que cada vez el derecho a la risa sea cada vez más amargo.

Y ahora, pasa a leer El problema de México con la inteligencia: ¿por qué insistimos en hacernos tontos?


Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.

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