El problema de México con la inteligencia: ¿por qué insistimos en hacernos tontos?
Se puede convertir a una persona (o a una generación de personas, o a un país) en genios, o en subnormales. Spóiler: en México apostamos por lo segundo.
El día de ayer, en Londres, Inglaterra, Nishi Uggalle, una niña de 12 años ganó el concurso televisivo de niños genios de la BBC, la televisora estatal del Reino Unido. Según la medición de su coeficiente intelectual (o IQ, por sus siglas en inglés), Nishi, hija de padres originarios de Sri Lanka, es más inteligente que Einstein. Convertir a la genialidad en espectáculo de circo es propio de la industria televisiva. La niña ya carga el peso de haber sido señalada como superdotada a muy temprana edad. Sólo el tiempo dirá si podrá satisfacer tan altas expectativas. En ese camino largo, de décadas, no solo tendrá que lidiar con su intelecto privilegiado, sino con el manejo de sus emociones. Aunque las consecuencias, positivas o negativas, recaigan sobre ella, la responsabilidad no es de ella, sino de quienes la acompañen, la alienten y la promuevan. La genialidad, el talento desbordado, no es asunto de un individuo. El genio que se queda solo nunca brilla.
No es tu IQ, sino tus microbios
Es difícil hablar de inteligencia o de talento sin caer en inexactitudes. La herramienta más utilizada para definir las competencias mentales de una persona, los tests de IQ, ha caído en descrédito, o por lo menos en suspicacia. Hay varias razones. Una es que sus métricas están ligadas a las expectativas de lo que la inteligencia “debería de ser” de acuerdo al modelo de civilización occidental; específicamente, de acuerdo a la población blanca de países con desarrollos tecnológicos avanzados. Esto tiene efectos aberrantes, como concluir erróneamente que ciertas “razas” humanas tienen inteligencia subnormal. Eso es racismo, y en nombre de esa “diferencia” se justifican genocidios, tortura, esclavitud y explotación. Rechazar este tipo de ideologías no es un asunto de pensamiento “políticamente correcto”, sino de precisión científica: la capacidad humana de resolver problemas abstractos es muy homogénea entre las poblaciones. Sin embargo, los problemas cotidianos que algunas personas tienen que resolver en el día a día no son medidos bajo los mismos parámetros occidentales y hegemónicos que los tests favorecen.
La variación genética entre un ser humano y otro es menor al 0.01%. Hay mutaciones genéticas aisladas que pueden reducir o atrofiar la capacidad intelectiva del individuo; pero nada indica que haya genes que la aumenten. No parece ser la genética la causante del diferencial de inteligencia de una persona sana a otra. Para esos efectos tiene más impacto dormir bien todos los días. Lo que sí se está demostrando es que no son los genes, sino la epigenética, la posible responsable de esa diferencia.
La epigenética es la forma como determinados fragmentos de ADN se manifiestan o inhiben por estímulos externos al núcleo de las células. Una alimentación rica en azúcares y grasas puede “despertar” los genes que favorecen la obesidad, por ejemplo. Del mismo modo, la población microbiana de una persona va a estimular otros alelos y provocar alergias. El número de microbios de cualquier ser humano es diez veces más grande que el número total de células en su cuerpo. Ahora se estudia si más bien las diferencias de inteligencia entre un individuo y otro se pueden más bien rastrear a los microbios que lo habitan. De ser esto cierto, no sería la herencia familiar la causa de una mente brillante, sino sus bichos.
No es tu IQ, sino cómo es tu vida
Está muy bien tener una mente que realiza proezas de razonamiento o procesamiento de ideas. Sin embargo, cada vez queda más claro que es tanto o más valiosa (en cuestiones de eficiencia a largo plazo) la lucidez al entender, manejar y conducir las emociones propias y ajenas. Lo que se conoce como “inteligencia emocional”. El ser humano es un animal social y la valía de una persona hacia su comunidad estriba en cómo es percibido. Se puede ser un individuo superdotado, pero si es torpe al relacionarse con otras personas, tendrá que compensar su aislamiento con hazañas de genialidad para ser tomado en cuenta… a veces sólo de manera póstuma.
Un alto IQ no es más que un número abstracto. Lo que no es abstracto es la capacidad de trabajo al servicio de ese talento. Al final, lo que hace genial a una persona superdotada, más que su lucidez, es el volumen de su producción, en la cual se hace patente su talento. Casos como el del escritor mexicano Juan Rulfo que demostró su genialidad con dos libros delgaditos, son atípicos (aunque un consuelo para los que soñamos con brillar desde la pereza). Los genios suelen estar más bien del lado de la cantidad apabullante, de la obra monumental, del exceso que lo quiere abarcar todo.
El asunto es que el volumen de esa producción tampoco depende enteramente de la persona superdotada. Imaginemos que los multipremiados cineastas mexicanos Alfonso Cuarón, Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro se hubieran quedado en México en vez de migrar a Hollywood. No solamente no se estarían llevando las estatuillas a Mejor Director en los Premios Oscar en cinco de los últimos seis años, sino que su producción fílmica tal vez sería esporádica y apenas relevante. Su estatura de genios nace de su talento y de su capacidad de trabajo, pero también de haber llegado a un entorno que les dio la oportunidad de brillar.
¿Qué pasa si una nación —por ejemplo México— tiende a expulsar o desestimar a sus mentes más brillantes? ¿Qué pasa si una nación —mismo caso de México— permite que toda su población esté expuesta a ciertos contaminantes (como el plomo), cuyos efectos en el largo plazo son la reducción de la capacidad intelectiva? ¿Qué pasa si se suspenden los programas de apoyo a niños superdotados bajo la premisa de que ellos son iguales a los demás niños? ¿Qué pasa si el sistema educativo en su conjunto está a un nivel mínimo de exigencia? ¿Qué pasa si un gobierno, o las empresas, desdeñan la importancia de la investigación y el desarrollo de nuevas tecnologías? Nos volvemos más tontos como país. Eso pasa.
La genialidad, como se ha visto, no es tanto una mutación genética favorable, o una cifra de coeficiente, ni la mente brillante de un individuo que florece aisladamente y contra todo pronóstico. Es el resultado estadístico de un cerebro saludable y bien dormido que se entrega a un ritmo de trabajo híperproductivo; pero también lo es de un entorno que no sólo acoge y retiene al talento, sino que lo reta a producir e innovar al nivel apabullante propio de los genios.
El sexenio actual no está muy interesado en fomentar la inteligencia. La encuentran demasiado fifí (tampoco es que en sexenios anteriores les haya importado mucho). En vista de que el Estado no va a hacer más al respecto, más bien la pregunta es a ti, lectora o lector, ¿cómo fomentas no sólo tu inteligencia, sino la de los que de algún modo dependen de ti o te rodean: tus hijos y los demás niños y niñas, tu pareja, tus alumnos, tus empleados, tus colegas, tus competidores, tus hermanos, tus amigos? ¿O también te encuentras más a gusto haciéndole al idiota?
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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
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