Cuando uno escucha sobre cultura empresarial, piensa en códigos de vestimenta, organigramas, misión, visión y valores, y cuánta cosa más. Pero nada de eso sirve si antes no se responde esta pregunta.
La pregunta es: ¿Para qué diablos alguien querría trabajar en tu empresa? Pero no te adelantes a responderla. Porque debajo de esa pregunta hay otra mucho más esencial, existencial incluso.
Cualquier persona que ha tenido el lujo de darse un periodo sabático, llega tarde o temprano a cuestionarse seriamente (mientras suavemente se mece en una hamaca en la playa): ¿Para qué diablos trabajamos?
Suena a pregunta estúpida, porque enseguida se impone la respuesta funcional, sistémica: para ganar dinero. Aja, pero dinero para qué. Pues para mantener un cierto nivel de vida, tener comida, casa, vestido, seguridad, estabilidad, amor y felicidad: ese tipo de cosas que el dinero puede comprar. Pero la hamaca se mece tan deliciosamente, que por unos instantes la verdad se nos revela: eso de trabajar para tener dinero es una patraña.
La disonancia central —la patraña— es que si bien la mayor parte de la vida orbitamos alrededor del dinero persiguiendo la chuleta, perfectamente sabemos —nos lo dicen las canciones, las películas, los libros, los amigos, y la gente que no necesita trabajar porque tiene resuelto el tema económico— que la vida no se trata de eso. O al menos no se debería de tratar de eso. (También da un poco de angustia saber que tampoco es que trate de algo en específico.)
Cuando nos caemos de la hamaca y tenemos que volver a ser “productivos” regresamos a ese entorno impersonal, regido por el dinero como medida de las expectativas de vida que tenemos que cumplir: el auto del año, las vacaciones a Canadá, la casa propia, la familia sonriente. Ese entorno que sólo respira cada vez que nos depositan.
En la negociación entre tener que hacer cosas que normalmente no haríamos pero que acabamos haciéndolas para ganar dinero; y la certeza de que preferiríamos estar haciendo cualquier otra cosa, nos inventamos una serie de narrativas sobre el éxito que intentan hallar algo de sentido en esa rueda para hamsters que es la vida laboral. Suelen incluir frases de calendario motivacional como: “trabajar haciendo lo que nos gusta no es trabajo” (spoiler: sí es trabajo); “trabajar sirviendo a los demás nos hace libres” (spoiler: no nos hace libres); “elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida” (receta infalible para odiar lo que te gusta); “el precio del éxito es el trabajo duro” (no se puede hablar de éxito cuando sólo viviste para trabajar); “el trabajo enaltece al hombre y a la mujer” (pero enriquece a los dueños de las empresas), etcétera.
Son narrativas que tenemos tan asimiladas que diseñamos nuestras vidas para satisfacerlas, a pesar de que intuimos lo falaces que son. La medida de tu éxito o fracaso profesional resulta de la suma del dinero que lograste acumular multiplicado por qué tanto dices amar lo que haces. Esto, claro está, si perteneces a ese 99% de la humanidad que necesita trabajar para seguir viviendo. (Si eres del uno por ciento, puedes dedicarte a vivir y gozar, que para eso tienes dinero.)
También compartimentamos el tiempo. Si no padeces trastornos del sueño, destinas a dormir mínimo la tercera parte del día. Son unas ocho horas deliciosas y reparadoras si duermes bien; pero eso no les quita lo obligatorias. Puedes reducirlas a seis (algunos mártires se conforman con cuatro) pero se verán proporcionalmente afectadas tu memoria, tu cognición, tu coordinación y tu expectativa de vida. La otra tercera parte del día, en promedio, la destinas a trabajar para conseguir los medios para subsistir las horas restantes. Si no hubiera que trabajar horas extras, perder horas en el tráfico de ida y de vuelta en horas pico, quedarían ocho horas para hacer lo que nos gusta. Pero son horas mermadas: el remanente del mal dormir, y el mucho trabajar; vegetamos frente al televisor, con el cerebro ausente.
No sorprende, con ese esquema de vida, que haya un incremento en las enfermedades mentales relacionadas con la depresión. Nos deprimimos y neurotizamos porque la vida que llevamos no es la que deberíamos de llevar. No evolucionamos para esto; estamos desnaturalizados. ¿Y qué hacemos para sobrellevar la depresión? Medicarnos porque lo importante es seguir funcionando, seguir produciendo, interminable e insensatamente, hasta el día que nos pensionemos (si logramos hacerlo dignamente) o nos muramos —lo que ocurra primero.
Tampoco se trata, desde luego, de quedarse en la hamaca a ver pasar las nubes; sino de responder cabalmente a la pregunta inicial: ¿Para qué diablos trabajamos? Una respuesta más digna no nos inserta como meros engranes de un sistema irracional que hace dinero a costa de lo que sea. Tampoco nos consuela con respuestas de calendario motivacional. Es cuando entra el propósito: otro concepto artificial, pero que sirve como paliativo ante esa pregunta que, adelanto, no tiene ni tendrá nunca una respuesta satisfactoria.
El propósito lleva a esforzarse para lograr algo más allá de tener dinero; para lograr algo más allá de hacer repetitivamente, por décadas, lo que en algún momento de la juventud creímos que nos gustaría. Las personas que logran el éxito, por ejemplo, al sentir que lo alcanzaron pierden el propósito, y al perderlo, todo se vuelve absurdo. Cada mes nos enteramos de suicidas que estaban en la aparente cima de su carrera, e “inexplicablemente” estaban deprimidos.
El propósito dota al esfuerzo de un sentido de pertenencia, nos causa placer, nos da identidad, y nos lleva al crecimiento y —ya emocionados— a la sabiduría. Pero todo esto, sin pretenderlo. Porque si se pretende se vuelve expectativa y un fin en sí mismo, de modo que termina por ser un logro, que nos deja sin propósito una vez que se alcanza.
Todo este largo rollazo tiene, por supuesto, un propósito (valga la redundancia), sentar las bases para una reflexión sobre las culturas empresariales.
¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Por más hamacas desocupadas que haya, necesitamos esforzarnos para vivir, porque para eso sí evolucionamos: esos mamuts no se cazaban solos. El trabajo es, digamos, la forma de esfuerzo que nuestro sistema económico privilegia. Hasta ahí vamos bien. Tú, empresario, necesitas gente en tu equipo. No sólo a los mejores, sino a los más motivados, es decir, los más esforzados. Como dije en la conclusión de un artículo anterior: todo esto tiene que ver con la cultura empresarial.
Esta cultura corporativa —lo desarrollaré en una próxima entrega— no es una imposición de códigos de vestimenta, de ética, de procedimientos, de políticas y de tradiciones oficiniles (el pastelito y los globos al cumpleañero, la cena de navidad, la comida de aniversario, el viernes social); tampoco es la misión, visión y valores; sino la estructuración, en hechos, de un esfuerzo con propósito que va más allá de ganar dinero y dejar contentos a los accionistas.
Así que, ahora sí, contesta sosegadamente: ¿para qué diablos alguien querría trabajar en tu empresa?
Y ya que andas leyendo esto, ya sabes ¿qué vas a hacer ante el ocaso de la hora nalga?
Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.