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El desdén hacia el trabajo académico en México tiene un efecto negativo en los negocios

La siguiente es una fábula de la vida real que muestra el pensar de todo un segmento de la población urbana con acceso a la educación superior. (Dato de contexto: sólo una de cada cinco personas tiene estudios universitarios en México, según la OCDE.)



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Foto: Shutterstock
15 octubre, 2018


Tuviste que elegir universidad a finales de los años ochenta del siglo pasado, pero esa elección tenía una regla: debías decidirte por una universidad privada. Al igual que ahora, en esos años la UNAM y otras universidades públicas hacían paros estudiantiles con relativa frecuencia. Las banderas que enarbolaban esos estudiantes en paro eran —para espanto de tus tíos y tías— “comunistas”. En la opinocracia católica de las comidas familiares a las que tus padres te llevaban, el comunismo estaba emparentado con el pecado. Tú tenías diecisiete años: muy pocos para darte cuenta que los argumentos de tus parientes provenían más del prejuicio y de la incomprensión que del conocimiento. Para alejarte de la amenaza comunista, y pese a la inflación agobiante, tus padres harían el esfuerzo de pagar esas altas colegiaturas.
Tu experiencia en la universidad de paga no te permitió entender de qué se trataba una universidad. Desde preescolar únicamente habías asistido a clases, que impartían profesores ante alumnos que debían comportarse, responder correctamente y entregar las tareas a tiempo. Tu deber era sacar buenas calificaciones, esa era la prioridad en tu vida. El esquema básico en la educación superior no cambiaba mucho, salvo que ahora cada dos horas había un cambio de salón, al que llegaba otro profesor a perorar su tema del día.
Al término de tus estudios de licenciatura calculaste que de treinta y tantos profesores distintos que tuviste, únicamente rescatabas a unos cuatro, a lo sumo. Los mejores, te parecía, eran los que trabajaban en empresas en las que aplicaban lo que tú estabas estudiando. Ellos eran los que traían a las aulas su experiencia “del mundo real”. Los profesores de tiempo completo, por otra parte, no parecía que entendieran mucho de qué se trataba tu carrera. Además estaban mal pagados y se les notaba: el desgaste en sus atuendos era especialmente marcado en una institución a la que asistían los hijos de las élites del país. Si en ese momento te hubieran preguntado para qué sirve una universidad responderías sin dudarlo: son para preparar a los jóvenes a la vida laboral. Si te habrían preguntado qué hace un académico, hubieras respondido: dar clases en una universidad.
De hecho, en tu mundo de suburbio, decir que alguien que fue un estudiante brillante “terminó de académico” era sinónimo de fracaso. La razón: no pudo poner en práctica lo que aprendió en la escuela y sólo pudo dar clases. Para ese entorno, la licenciatura era un diploma que se podía colgar en la pared para validar que la persona “estudió”. La aspiración en ese mundo era “conseguir un buen trabajo” o “abrir tu propio negocio”. No es que eso esté mal, pero es una visión muy reducida.
Una década después de haber terminado tus estudios de licenciatura, tuviste una revelación estando en Boston, Massachussets. La empresa en la que trabajabas te envió ahí a que asistieras a una conferencia. En tu tiempo libre cruzaste el río Charles en dirección al campus del MIT, para conocerlo. La noche anterior nevó y hacía un frío al que no te acostumbrabas. El campus del MIT en la ribera del río, se conformaba por una serie de edificios interconectados que por fuera no daban la impresión de ser un centro de estudios, sino más bien parecían viviendas departamentales. Los estilos arquitectónicos no eran uniformes y de no ser porque de un edificio a otro había un pasillo bajo un túnel de acrílico transparente que los conectaba, nada haría pensar que toda esa zona pertenecía a una institución de prestigio mundial. Para escapar de las bajas temperaturas entraste al primer edificio que tenía la puerta abierta.
Hasta ese momento de tu vida, protegido en la burbuja de la pequeña burguesía en la que habitabas, exalumno de universidad de paga no tan brillante ni tan privilegiado como para cursar estudios de posgrado en el extranjero, tu idea de una universidad era esta: edificios con salones, salones con mesabancos y un pizarrón; algún laboratorio con capacidad para que muchos estudiantes repitieran experimentos; un estadio deportivo; un auditorio; cafeterías; edificios de oficinas y otros con cubículos para que los profesores revisaran los trabajos de sus alumnos. Es decir: la universidad como un centro educativo. Lo que mirabas ahora, recorriendo los pasillos del MIT, subiendo y bajando escaleras en los edificios, era enteramente distinto: casi no veías salones de clase. De repente había alguno, pero más parecía sala de juntas perdida entre todo tipo de máquinas inexplicables. Los laboratorios no eran esos módulos repetidos con mecheros de bunsen para que los alumnos hicieran sus experimentos. Eran salas con aparatos enormes e indescifrables. En vez de salones con número que los distinguiera, las puertas tenían nombres esotéricos en perfecto desorden que hablaban de cosas abstrusas como partículas subatómicas, inteligencia artificial, danzas de pueblos originarios, política subsahariana, telecomunicaciones cuánticas, biomecánica de los insectos, historia geológica, etcétera. Tu exploración ocurría en un tiempo de vacaciones de la institución: te cruzaste con muy pocas personas y todo parecía adormecido.
Poco a poco fuiste entendiendo que en el MIT dar clases era lo de menos. No era una institución de “educación superior”. No era un mero centro de enseñanza. Había estudiantes, ciertamente, y pagaban muchísimo dinero para estar ahí… pero si eran muy brillantes era el propio Instituto el que se peleaba por tenerlos, y les pagaba. Porque la misión del Instituto Tecnológico de Massachussets —y por extensión, de todas las grandes universidades del mundo, incluida ciertamente la UNAM— no se ajustaba a esa visión provinciana, pequeñita, un tanto ridículoburguesa, de dar a los estudiantes los conocimientos y las herramientas para que consiguieran trabajo al salir de la carrera. Viste en el MIT un centro de investigaciones científicas de los temas más disímiles. Su finalidad era y es avanzar en el conocimiento: tener una ventaja en el entendimiento de la realidad y usar esa ventaja en la creación de nuevas tecnologías, de predicciones sociales acertadas, de describir el mundo tal como es.
Lo que más te sorprendió es que hubieras tardado tantos años, y toda una licenciatura, con todo y su tesis, para entender de qué se trataba una universidad. Todos tus años de estudiante universitario no ayudaron a entenderlo ni un ápice. Tampoco lo viste nunca en tu mundito “real” de experiencia laboral en las empresas, o peor aún en tu círculo profesional. La idea de una universidad en tu mundo cercano tenía que ver con “preparar a las personas”. Por eso los plantones de los estudiantes han sido vistos siempre como algo de “revoltosos”, porque en apariencia la universidad dejaría de tener utilidad si dejara de dar clases.
Si bien el tuyo es un caso muy particular, puedes pensar que es extrapolable a muchas otras personas. El desdén al trabajo académico, tan extendido en nuestro entorno, nace de la incapacidad de entender sus funciones, su importancia, sus objetivos.
Ese desdén es producto de una ignorancia social hacia cómo se construye el conocimiento. Mientras la narrativa de los planes educativos siga siendo educar para conseguir un buen trabajo, la finalidad de la existencia se reduce a una mera función productiva de capital monetario: ¿si produjo dinero es una vida provechosa y si no produjo tanto dinero, es una vida desperdiciada? ¿De verdad? El capital se empobrece en el largo plazo si no se añade a él la creación de conocimiento, de tecnología, de entendimiento, de sentido; pero quién se fija en esos detalles.
No es de sorprender que en el país —y por extensión en las empresas mexicanas— se destine alrededor del 0.55 % del PIB a investigación y desarrollo: preferimos comprar tecnologías a generarlas por nosotros mismos. Y no hablemos de número de patentes, de fuga de cerebros, de nivel medio de la educación en México… si sólo entendemos a la educación como un medio para tener trabajo, lo hemos entendido todo mal.
 
Sigue leyendo sobre la paradoja de las empresas socialmente responsables.


Felipe Soto Viterbo es novelista, editor y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
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