Las maquiavélicas ventajas de la cancelación del aeropuerto de Texcoco
Tras la consulta por el nuevo aeropuerto, el punto no es que vaya a rehabilitarse Santa Lucía y se abandone la megaobra de Texcoco, sino la irrupción de un relato distinto al que nos contextualizó por décadas. ¿Estamos preparados?
El hecho fue un montaje escénico de dimensiones colosales: la consulta pública para definir el destino de la mega obra del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México (NAICM). No fue una consulta estadísticamente representativa, ni pretendía serlo porque ni siquiera se esforzó por cumplir los requisitos para serlo. Sí cumplió, en cambio, con el requisito de las puestas en escena: se montó, tuvo actores y tuvo público. Las palabras con las que se le describe van de “ciudadano y democrático” hasta “fraudulento y falso”, con todo un espectro de términos intermedios.
Las expresiones situadas en los extremos reflejan la polarización social y política que parece el signo global de nuestros tiempos.
Se habla de polarización cuando las narrativas de un grupo de personas son enteramente opuestas a las narrativas de otro grupo mediáticamente relevante. Cuando desde el poder se impone una postura, se habla de una narrativa hegemónica. Esta no es enteramente negativa. Para imponerse y, sobre todo, legitimarse ha debido hacer algunas concesiones. Aunque esas concesiones son casi siempre cosméticas, dan la apariencia de orden óptimo de las cosas.
Pongamos por caso la narrativa que durante la Guerra Fría se impuso en el hemisferio capitalista. (Me disculpo de antemano por lo esquemático y blanquinegro de mi siguiente exposición, pero el alto contraste permitirá ver el dibujo más claramente.) En esa narrativa predominante, Estados Unidos era el garante del orden mundial, secundado por los países alineados en su sistema. Las naciones que lo confrontaban, alineadas en el eje comunista, eran presentadas, en rasgos de caricatura, como enemigas de la felicidad humana: eran “los malos”. Su maldad no tenía que ver con su naturaleza de regímenes totalitarios, sino con su estatus comunista, es decir, enemigos del libre mercado, de la religión y, por tanto, del libre albedrío de las personas. Que en esa caricatura pusieran a la religión como aliada del libre albedrío y al ateísmo como ejemplo de oscura maldad, habla de lo contradictorio y absurdo de su relato. Más aún: en esos años, Estados Unidos fomentó regímenes dictatoriales en países del tercer mundo que fueron tan enemigos de la felicidad humana y del libre albedrío como sus pares comunistas. Pero, ¡oh qué conveniencia!, eran dictaduras anti-comunistas y pro-religiosas.
Fue un mundo tan polarizado como el actual, pero sus polos estaban acotados geopolíticamente. Vivir en una u otra región del mundo dividido imponía su narrativa monolítica. Ese fue el orden mundial durante décadas hasta que los regímenes totalitarios empezaron a caer uno por uno por su inviabilidad económica, y porque las tiranías tienden a caer. Cayeron tanto las dictaduras comunistas como las anti-comunistas, pero el relato global tituló el episodio como “caída del comunismo”. No se le da publicidad al matiz anti-totalitario porque la idea es mostrar al libre mercado como la panacea. Así, en los años noventa del siglo pasado, el hecho y el relato del libre mercado se impusieron en el mundo con promesas de prosperidad para todos —aún incumplidas y cada vez más improbables.
La polarización que hoy define a nuestro tiempo es distinta: es el resultado de un debilitamiento de ciertos aspectos del relato hegemónico, que está siendo cuestionado —y en ocasiones doblegado— por la presión que otros grupos minoritarios o no-hegemónicos han venido ejerciendo desde hace décadas (si no es que siglos). No está acotada geopolíticamente, como en la Guerra Fría, sino que se vive al interior de las comunidades. Es el resultado inevitable del poder dispersador del internet y en especial de las redes sociodigitales. Los grupos y colectivos que antes se habían tragado pasivamente el relato hegemónico ahora tienen manera de participar en la discusión en un terreno virtual que es más nivelado.
Desde luego, esto funciona en ambos sentidos: la posibilidad de participar es igualmente válida para los individuos que se asumen integrantes de los grupos hegemónicos. El resultado es que en vez de entidades geopolíticas, los relatos se dispersan en cámaras de eco al interior de las cuales las personas reproducen mensajes que refuerzan sus creencias y visión del mundo. Como esas burbujas cada vez están más pulverizadas, los roces y descalificaciones entre los distintos grupos han incrementado el nivel de virulencia. Hay que decir que estas batallas narrativas han existido desde hace siglos, y que sólo incrementan su intensidad cuando el relato hegemónico exhibe vulnerabilidades; pero ahora ocurren a mayor velocidad.
Que posturas que tienen al extremismo de izquierda o derecha estén ocupando posiciones de poder político en distintos frentes, es signo del debilitamiento del relato que, por haber sido hegemónico, ahora se asume como el punto de partida. Alejándose de su eje referencial se abren posiciones que lo cuestionan. La victoria de Donald Trump por la presidencia de los Estados Unidos y en estas últimas semanas en Brasil con la candidatura y ahora triunfo del ultraderechista Jair Bolsonaro son victorias de posturas reaccionarias, pese a sus discursos anti-establishment.
En nuestro país, la batalla por el aeropuerto de la Ciudad de México es el episodio más reciente a nivel local de esa guerra global. Las posturas también anti-establishment del presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, han sido su principal fortaleza con un discurso que pretende ser de izquierda.
La clase política mexicana nos tiene acostumbrados a hechos deplorables y a palabras huecas. En todo caso, los hechos siempre importan más que las palabras vacías. Pero cuando existe un hecho, las palabras con las que ese hecho se interpreta se vuelven lo realmente importante. Así, el hecho de la “consulta ciudadana” como pretexto para imponer una decisión es una jugada magistral (y maquiavélica).
El megaproyecto de Texcoco queda —por ahora— cancelado. Difícilmente se hará algún esfuerzo (más allá de lo cosmético) para recuperar el ecosistema del antiguo lago. Se favorecerán a contratistas distintos a aquellos que favoreció Peña Nieto. En su momento el aún presidente, al inicio de su mandato, también hizo a un lado a los contratistas que fueron beneficiados en el sexenio de su antecesor Felipe Calderón para imponer a los suyos. Cambió a los vivienderos de Homex, Urbi y Geo, por Grupo Higa. Para este sexenio será, muy posiblemente, Rioboo (aunque por ahora se asegure que él no participará en el aeropuerto de Santa Lucía). Esos son los hechos. Pero el relato novedoso, anti-establishment, que se quiere adherir a esos hechos es que se combatió a la corrupción del sexenio priista y se cancelaron los privilegios de la clase dominante. Es tan tangencial a la realidad como el relato parcial de la caída del comunismo, pero si en aquella ocasión se derribó un muro en Berlín como símbolo central de ese relato, en esta quedará una megaobra en ruinas como testimonio de la narrativa que va a imperar por los próximos seis años.
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Felipe Soto Viterbo es novelista, editor y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
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