Las organizaciones mexicanas necesitan tomar postura sobre temas que nos atañen a todos. Evadir esta responsabilidad es acercarnos un poco más a la catástrofe.
Lo que voy a exponer aquí no es una mera cuestión de moralina, de oigan empresarios pórtense bien, porque por ahí no va la cosa (además de que quién soy yo para decir lo que está bien y lo que está mal). No. Es simplemente que desde hace algunas columnas me he propuesto estudiar el tema de la responsabilidad narrativa empresarial y la conclusión es obvia: ni modo, las empresas (en tanto organizaciones) no pueden desentenderse de las implicaciones de lo que comunican. Menos aún en un mundo de redes sociales (porque les puede salir el tiro por la culata); pero sobre todo, menos aún en un planeta al borde del desastre humanitario.
En sentido estricto, las cosas pueden seguir sin cambio alguno y supongo que las consecuencias más terribles, si llegan, tal vez no las veamos más que en un futuro distante. Pero tiendo a pensar que más bien esas temidas consecuencias en realidad ya están aquí, y que si no las vemos es por estas cuatro razones:
- Las hemos normalizado a un grado tal que ni nos damos cuenta de que existen.
- Pensamos que son inevitables. Ya las vimos, pero pensamos que el mundo es así, disfuncional y lo mejor es aceptarlo como tal, pues no hay nada que hacer al respecto.
- Son una realidad tan espantosa que parece inverosímil, por lo que preferimos negarlas y vivir como si no ocurriera.
- Ya nos rendimos. Si finalmente las aceptamos, son ya tan apabullantes, que actuamos como si no hubiera más que hacer, porque en efecto, ni idea de cómo enfrentarlas.
La semana pasada, para no ir más lejos, nos enteramos de que hay por lo menos doce tráileres llenos de cadáveres deambulando por las carreteras del país, porque simplemente no hay lugar para los muertos. La imagen es tan macabra, tan absurda que parece mentira, así que un mecanismo racional de defensa nos lleva a creer que no ha de ser cierta. Pero es ciertísima y devastadora. Este es el país que vivimos, con fosas clandestinas y tráileres con cuerpos sin identificar. Luego, pensamos: no nos toca, y aunque nos tocara, no hay nada qué hacer. Pero nos equivocamos: sí hay qué hacer.
No nos corresponde en absoluto atacar directamente la enfermedad. Así que ni nos gastemos en pensar en eso (es posible, incluso, que el ataque frontal sea la peor estrategia posible, como se ha demostrado tras más de una década de guerra de desgaste contra el crimen organizado). Pero el hecho es que vivimos en un sistema interrelacionado. Si acaso hay una solución esta será indirecta y posiblemente peque de sutil. La batalla verdadera no se libra en el frente, sino muy atrás: pues es una guerra de las ideas, de los valores, de las metas y de las visiones de futuro.
Si las organizaciones empresariales quieren hacer algo real para reducir la disfuncionalidad que nos rodea, lo primero es que acepten que hay una problemática. Lo segundo es revisar la responsabilidad de la propia organización en fomentar la disfuncionalidad e incluso en no impedirla. Hacer especial énfasis en esas anomalías que más normales nos parecen y que tenemos invisibilizadas.
Si esa revisión lleva a tomar decisiones operativas, excelente, pero eso por ahora puede esperar, en especial porque hacer esos cambios puede ser realmente complejo y arriesgado. Antes de eso, hay cambios más inmediatos, más posibles: por ejemplo, el cambio en la comunicación.
Propongo, para empezar, estos puntos de revisión a nivel —insisto— meramente comunicativo:
- Los privilegios. Si en tu empresa se favorece, sin mérito que lo justifique, a familiares de los directivos, a sus amigos y cómplices, reconocerlo es el primer paso para revertirlo. Aquí se trata de fomentar la meritocracia como un valor esencial de la cultura organizacional. Expresar que el esfuerzo y la congruencia sí son recompensados, y que no hay favoritismos de ninguna especie. Tomar partido, como organización, contra la cultura del privilegio tan extendida en nuestro país, es plantar cara a la raíz de problemas mucho más graves, que son consecuencia de esto mismo, como por ejemplo, la impunidad y la corrupción.
- La desigualdad. Derivado del punto anterior, la poca movilidad social que caracteriza a México es resultado de la existencia de una esfera de privilegio político y económico sobre una población que tiene acceso a pocas o ninguna forma de progreso. Que además se asocie la pobreza, que en nuestro país asciende al 50% de la población, con la pigmentación de la piel, abre las puertas al racismo y al clasismo. Bastaría con que los mensajes que emita la organización dejen de asociar los rasgos europeos con el éxito, con lo aspiracional, con la realización, para que ya se comience a operar un cambio.
- El machismo y la homofobia. Una forma específica de la cultura de la desigualdad y los privilegios es la que favorece un liderazgo de hombres en detrimento de las mujeres y sus derechos. Se le llama machismo y también discrimina a personas por su orientación sexual y su manera de externarla. Mostrar en la comunicación de la organización —hacia dentro y hacia afuera— el respeto y la inclusión de todas las diversidades, sin que exista ninguna preferencia ni sexual ni de género para el liderazgo, es un paso enorme y necesario.
- La deshumanización y la violencia. El respeto a las personas que trabajan en la organización es el primer paso para erradicar la violencia que surge de la deshumanización. Algo tan simple como la puntualidad en los horarios de salida es frenar un tipo de violencia que tenemos invisibilizada: esa que pretende que las personas que reciben una remuneración por su trabajo merecen ser explotadas.
- El calentamiento global y la sobreexplotación de los recursos. De nada sirve negar que la actividad humana está arruinando los ecosistemas y elevando la temperatura de la atmósfera: los efectos de ese cambio ya son palpables y, al ritmo que vamos, irán empeorando y van a alcanzarnos a todos. ¿Qué puede hacer tu organización además de reducir su huella de carbono? Mínimo, educar a sus audiencias sobre este tema. Esto implica dejar de promover y celebrar la ignorancia y la pseudociencia. El tema nos atañe a todos. Un mundo mejor informado tal vez no impida por sí mismo la catástrofe que se avecina, pero al menos es un primer paso para lograrlo.
Felipe Soto Viterbo es novelista, editor y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.