el Contribuyente

¿De veras sabes valorar el talento, o sólo lo dices de dientes para afuera?

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La mezquindad de los mediocres se filtra hasta en las culturas organizacionales más talentocráticas. Si pide trabajo alguien mejor que tú, ¿lo contratas sin titubear?


La cultura organizacional mexicana está aquejada de talentofobia, y ésta se arraiga desde el fondo de nuestras inseguridades individuales.
La aseveración anterior necesita varias definiciones y alguna disculpa. La disculpa: sí, es una generalización. No todas las organizaciones, ni todos los mexicanos, pero la tendencia es clara: México es el país latinoamericano con mayor índice de fuga de cerebros.
Primera definición necesaria, “talentofobia”: miedo al talento. Que se traduce en frenar, frustrar y hacer a un lado (hasta el grado de obligar al exilio) a los genios. De aquí se deriva otro concepto que puede ser problemático: ¿qué es talento?
Solemos pensar que éste involucra una predisposición innata. En el universo de los atletas de alto rendimiento, desde luego la complexión corporal, que es genética, es de enorme ayuda. Un aspirante a basquetbolista tendrá mejores oportunidades si su estatura es sobresaliente. A un ciclista en la Vuelta de Francia le irá mejor si su corazón es anormalmente grande. Se habla también de que los factores que conducen a un mayor coeficiente intelectual son, en buena medida, genéticos. Sin embargo, el talento no se limita a la mera propensión biológica.
Malcolm Gladwell en su libro Outliers (2008, traducido al español como Fueras de serie), tras estudiar distintos casos de éxito descomunal en el deporte, los negocios o el arte, llegó a la conclusión de que el factor principal que determina el genio en cualquier área es, ante todo, la constancia en el trabajo, la visión de llevar ese trabajo a nuevas alturas y, por último, la suerte de estar en el momento adecuado con la gente adecuada. El talento, bajo este esquema, sería la unión del trabajo duro, más la visión, más la predisposición. Esas tres cosas juntas suelen atraer la “suerte” que se traduce en éxito descomunal.
En una cultura talentofóbica, sin embargo, lo que ocurre es que una persona que tiene la capacidad de trabajo, la visión y la predisposición encontrará que los dados están cargados en su contra. El entorno no reconoce el trabajo duro, sino sólo hasta cierto punto. No premia la visión y a la predisposición sólo la tolera.
En la “cultura organizacional mexicana” —que definiremos como ese sistema de valores, expectativas y tradiciones que compartimos y fomentamos de modo inercial en las organizaciones establecidas en el territorio nacional— se favorecen, en cambio, otro tipo de “virtudes”.
El “talento” a la mexicana premia ser amigo de, o familiar de, o ser leal a, sin importar si se cuenta con capacidad y visión. Privilegiar la lealtad es, de hecho, especialmente peligroso hacia la comunidad, porque es el principio moral que involucra el encubrimiento y la complicidad en todo tipo de delitos.
Las capacidades productivas o creativas son descartadas en favor de la habilidad de establecer y sustentar relaciones sociales en las que se debe admitir, tácitamente, que es el poderoso el que decide quién pertenece y quién debe ser expulsado de acuerdo a sus muy arbitrarios criterios, que casi nunca están relacionados con el reconocimiento a las habilidades productivas. Por el contrario, se favorecerá al elemento que permitirá que la estructura de poder mantenga en sus sitios a quienes ya están en ella.
Evidentemente, el talentoso a la mexicana, antes que dominar su área de especialidad, debe más bien saber moverse en las aguas de las relaciones sociales turbias, sin alterar a las estructuras de poder estatuidas. Por el contrario, debe rendirles pleitesía si desea ser considerado para ocupar a su vez un sitio de privilegio.
Esa pleitesía puede ser evidente y arrastrada; o sutil, semejante a una amistad que no sólo tolera las bajezas del poderoso, sino que está dispuesta a mimetizarse en ese entorno, formar parte abierta de él, perpetuarlo. Si el talentoso a la mexicana logra respirar ese aire enrarecido, entonces aspirará a ser recompensado. Pero tampoco hay garantías en este sentido.
Si el genio amenaza con cimbrar los cimientos del status quo, será abiertamente rechazado. Sufrirá el descrédito y el bloqueo de oportunidades. Será orillado a no asumir sus dones, a descartarlos, a perderlos por falta de práctica; o buscará migrar hacia el extranjero, en donde sus aptitudes sí serán bienvenidas.
Las derivaciones de esta incapacidad de reconocer la competencia ajena son múltiples. Una especialmente clara es la formación de grupos sociales en los que se ensalza la mediocridad de los integrantes, y se desprecia el potencial de quienes no han sido admitidos. Entre ellos se busca ocupar una posición de privilegio para operar desde ese estrado con la legitimidad que da la jerarquía, y no el merecimiento.
Decía en la frase inicial, con otras palabras, que todo proviene de las inseguridades individuales arraigadas en la manera de ser del mexicano. Un tajante Octavio Paz en El Laberinto de la Soledad declaraba: “Todo lo que es el mexicano actual, como se ha visto, puede reducirse a esto: el mexicano no quiere o no se atreve a ser él mismo.” El clasismo, el racismo, la homofobia y el machismo que tanto esfuerzo nos cuesta asumir desde una postura de privilegio —real o pretendido— son reflejo de este mismo mal que también se externa en el rechazo a la superioridad de quien debería de ser un igual pero que, por su talento, se distingue.
Es ingenuo y absurdo pretender que un sistema talentofóbico se va a derrumbar si todos sus componentes recapacitan y comienzan a favorecer a las personas fuera de serie (y, de paso, a admitir alegremente a toda manifestación étnica, sexual y socioeconómica que atente contra el status quo). No lo hemos hecho en siglos; no lo vamos a hacer ahora. La inercia del mecanismo social es suficiente para autoperpetuar esta conducta viciosa.
Cuando por azares de la vida organizacional llega a la cima un líder que cree firmemente en el talento, e instaura una cultura basada en la promoción de las personas que trabajan duro y tienen una visión clara de progreso, bastan mínimos actos de los mediocres para derrumbar sus mejores prácticas. Por ejemplo: endiosar a ese líder. Confundir su criterio a base de pleitesías y servilismo. Todos los días. Mucha gente. Termina por creérsela, por favorecer a alguno de sus panegiristas que, eventualmente, lo sucede en el cargo, y todo el esfuerzo se va al demonio.
Ante este panorama funesto, un consejo: si eres un líder y en tu organización hay gente que te rinde pleitesía… córrelos. Sólo por eso. Son sumamente peligrosos. Sale más barato pagar su liquidación y finiquito que lisiar a tu organización con una cultura que favorecerá más a los mezquinos que a las personas que aportan valor.


Felipe Soto Viterbo es novelista, editor y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
Negocios Inteligentes es un medio plural que admite puntos de vista diversos. En tal sentido, la opinión expresada en esta columna es responsabilidad sólo del autor.
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