Una breve narrativa de la corrupción en México
Aquí tres ejemplos de cómo la corrupción en México es una especie de cáncer cerebral que se contagia en la población.
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El elogio de la corrupción
Yo fui un niño que leía con avidez todo lo que le caía en las manos. Habré tenido unos once años cuando en la revista Contenido leí un artículo que defendía las formas de la corrupción en México. Han pasado unos 35 años de eso, así que me dispensarán el nombre del autor, o la fecha en que fue publicado. Sospecho ahora que se trataba de un artículo en tono irónico, de manera que el lector hubiera entendido que esa defensa de lo indefendible era para hacer algo de humor de lo irremediable. Si tal era el caso, yo era todavía un crío y muy probablemente fui incapaz de detectar que el autor hubiera hecho un guiño.
Lo que es verdad es que, si pasado todo este tiempo, aún recuerdo ese artículo, es porque me provocó indignación. Vamos, yo era un niño, pero estaba lo bastante enterado de las porquerías de nuestros gobernantes como para indignarme. El artículo defendía con argumentos un modo de proceder que, a mi juicio, ya desde entonces, estaba llevando al país a la ruina. De algún modo yo pensaba que si esa era la justificación para actuar indebidamente, el país no tendría remedio. Estamos hablando de la corrupción priísta de finales de los años setenta, inicios de los ochenta. Es decir, del triste legado de José López Portillo.
Los argumentos que el artículo esgrimía iban por el sentido de que, si no fuera por la corrupción, la burocracia paralizaría los negocios. Que era gracias a la corrupción que los empresarios podían trabajar y tomar decisiones al margen de la ley, que les permitía seguir haciendo negocios y dar empleos. En otras palabras, que la corrupción a la mexicana era el lubricante que permitía que la maquinaria del país no se atascara. Que el exceso de regulaciones, propio de los países más avanzados, únicamente estancarían el crecimiento del país, y que aunque esas regulaciones existían, saber darles la vuelta nos hacía crecer a mayor ritmo.
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Un mexicano frustrado en Suecia
Muchos años más tarde, ya adulto, tuve la oportunidad de hacer un viaje a Suecia para escribir un reportaje sobre la relación de negocios entre México y ese país escandinavo. En esa ocasión visité allá varias plantas y corporativos: fui a Volvo, a Tetrapack, a Scania, a Ericsson, incluso tuve una entrevista con los reyes de Suecia. Pero uno de los incidentes no planeados de ese viaje se me quedó grabado: como nos escuchó hablar en español, se nos acercó un hombre de unos sesenta años que decía que era mexicano, que se había casado con una sueca y que llevaba algunas décadas viviendo ahí. Acto seguido, se puso a despotricar contra los suecos. De imbéciles no los bajaba. Decía que para todo había que hacer trámites y formas y que eso lo desesperaba muchísimo. Lo que más extrañaba él era que en México él era alguien (entendí que por ser amigo de gente “importante”) y que acá podía hacer muchas cosas que allá no. Allá él no era nadie, allá había que hacer las cosas ordenadamente, allá no podía lubricar la maquinaria, allá no le servía ser amigo de gente importante.
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El presidente que nos presumió su vasta cultura
Al inicio del sexenio que ahora finalmente está por terminar, Enrique Peña Nieto ya siendo presidente de México, hizo el razonamiento que posiblemente más lo defina: dijo que en México la corrupción es un asunto “cultural”. Es decir, las artes plásticas son cultura, la música y la literatura son cultura, la gastronomía es cultura, vamos, hasta el albur y la lucha libre son cultura si queremos ponernos limítrofes. Pero para el presidente de esta nación, que no recordaba el título de tres libros que hubiera leído, que plagió partes de su tesis de licenciatura, para él la corrupción podía equipararse a la música regional mexicana, a los ensayos de Alfonso Reyes, a las pinturas de Frida Kahlo, o a las películas de El Santo.
Como se trataba de cultura, se transmitía de generación en generación, se aprendían sus códigos y sus formas e, incluso, se podrían llegar a admirar sus mayores obras, como La Estafa Maestra, y llegar a respetar a sus mejores autores, como Emilio Lozoya, o Javier Duarte. Por como se condujo Peña Nieto durante su patética gestión, tal parece que él sí mira a la corrupción a la mexicana como un tema cultural y no de ilegalidad.
Por eso no persiguió a los corruptos, sino sólo cuando la misma mecánica torcida de la corrupción lo condujo a ello. Porque su visión de México es una en donde unos cuantos se pueden adueñar de todo porque se conocen entre sí, porque hacer las cosas como deberían hacerse es tremendamente enfadoso, y siempre es mejor lubricar los engranajes para que las cosas caminen.
No es de extrañarnos, dado que proviene de la dinastía priísta que por generaciones se ha adueñado del Estado de México y que su mentor era nada menos que su tío, el renombrado artista (de la corrupción) Arturo Montiel Rojas, quien obtuvo beca de gobernador, que como sabemos siempre son más cuantiosas que las que da el FONCA a los jóvenes creadores.
Seguramente piensa que el resultado de las elecciones de este domingo también podrá ser modificado a su favor, porque el mismo lubricante que permite que una constructora como HIGA se adueñe de contratos multimillonarios, también aceitará en favor de sus intereses los resultados de las urnas, el conteo del PREP, vamos, la caída del sistema…
Felipe Soto Viterbo es novelista, editor y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
Negocios Inteligentes es un medio plural que admite puntos de vista diversos. En tal sentido, la opinión expresada en esta columna es responsabilidad sólo del autor.
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