Nuestro columnista Felipe Soto Viterbo nos explica por qué es necesario replantearse el esquema de horarios laborales actual de las empresas.
Durante una década hace más de doscientos años, entre 1792 y 1802, la República Francesa posrevolucionaria intentó implementar semanas de diez días. El mismo sistema decimal que nos heredó el kilo, el litro y el metro también dividió los días en diez “horas” y propuso un nuevo calendario no religioso, que no prosperó. Cuesta trabajo imaginar una semana así: ¿siete días de trabajo y tres de descanso? ¿Un día de descanso cada cinco días? ¿Cuatro días de descanso por seis de trabajo?
Que en la mayor parte del mundo repartamos nuestra vida en ciclos de siete días lo tenemos tan asumido que no lo vemos como algo arbitrario. Nuestra semana de siete días tiene orígenes babilónicos. Dividieron el ciclo lunar de 28 días en cuatro y cada cuarto de ciclo dedicaban un día al culto religioso. Siglos más tarde, los autores del Génesis bíblico dispusieron que su Dios seguiría esta misma norma, de modo que después de seis días de ardua creación, mandó todo a volar y descansó.
Los chinos y los indios de la antigüedad, de forma independiente, también eligieron ciclos de siete días; pero no todas las culturas se decantaron por este tipo de semanas. Los romanos tuvieron, hace siglos, semanas de ocho días, llamadas nundinas. Los aztecas tenían semanas de trece días. En Java todavía hay semanas de cinco días.
El ordenamiento de siete días establece una narrativa del tiempo, una noción de ciclos que afecta desde la actividad de los mercados hasta nuestra noción de productividad: tenemos que trabajar cinco o seis días, para tener derecho a uno o dos días de descanso.
El hecho es que esa noción de días productivos y días de descanso es muy posiblemente, menos productiva de lo que pudiéramos llegar a ser. Es un consenso más basado en ciclos lunares y tradiciones religiosas que en un entendimiento de cómo funcionamos, mental y biológicamente.
Cuando sabemos que México es el país de la OCDE donde más se trabaja, y al mismo tiempo el menos productivo, hay por lo menos una variable del problema que puede atacarse de inmediato: ¿y si empezamos por trabajar menos?
Si se diseñaran jornadas laborales pensando en la productividad y no en lo que dice la Ley Federal del Trabajo, o la costumbre (que es, como vimos, bastante irracional), sin duda el resultado sería totalmente otro. En lugar de seguir el estándar de ocho horas al día sólo porque sí, ¿qué tal revisar qué es lo que más conviene para cada tipo de empleo y cada tipo de necesidad?
Ya en 2014, Carlos Slim había propuesto una semana de tres días de descanso contra cuatro de trabajo. No lo dijo muy en serio, porque hasta donde sabemos no lo implementó de manera general en sus empresas. Al menos sus beneficios no suenan descabellados: menos tráfico porque menos gente sale a trabajar. Más circulación de capitales invertidos en actividades turísticas y recreativas. Más oportunidades de empleo. Mejor calidad de vida en general.
Pero, ¿y la productividad? ¿Y las ganancias? En muchos casos, la productividad no tendría merma alguna (y por ende, en esos casos, tampoco las ganancias), pues de todas maneras procrastinamos la tercera parte de nuestro día laboral. Por otra parte, ¿procrastinar es en verdad tan indeseable o es algo positivo? ¿Y qué tal la siesta? El “mal del puerco” no sería problema si no fuera mal visto dormir un poco después de las comidas para recuperar la capacidad de concentración.
Hay infinidad de estudios (y algunos muertos en el camino) que repiten hasta la obsesión que un esquema de trabajo que no considere esencial el descanso, es contraproducente (y contraproductivo), por no decir inhumano.
Las ganancias también vendrían de otra manera: un equipo de trabajo más dispuesto al trabajo, más convencido de que está donde quiere estar (y no que está porque le pagan).
Esta columna, por ejemplo, está programada para ser publicada el lunes después de la Semana Santa. Ese lunes, además, es el primero del horario de verano. Los desafortunados que volvamos hoy a nuestros lugares de trabajo no sólo tendremos la resaca de que necesitábamos por lo menos otra semana más; sentiremos además que nos quitaron una hora de sueño (y sí, nos la quitaron). Ese primer lunes no será, en términos generales, muy productivo que digamos.
Un consejo pues para este lunes post Semana Santa en el que de todas maneras nadie va a trabajar bien: ¿por qué no mejor invertirlo en una reunión para ver cuál es el esquema de horas laborales y días de vacaciones al año que saque el mejor provecho de todo el equipo?
Eso sí, dejen afuera a los workahólicos: esos están enfermos.
Felipe Soto Viterbo es novelista, editor y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
Negocios Inteligentes es un medio plural que admite puntos de vista diversos. En tal sentido, la opinión expresada en esta columna es responsabilidad sólo del autor.
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