el Contribuyente

¿Es verdad que el mundo es de los extrovertidos?

¿Favorece la cultura de negocios a las personas que disfrutan la interacción humana o ganan los más concentrados, enfocados en la eficiencia?



Escuché la frase hace años y aún hoy me sigue dando qué pensar. En la mesa de junto, en el restaurante, un hombre dijo a su compañero: “El mundo es de los extrovertidos.” Habló con la convicción de quien es dueño del mundo. Él y su interlocutor vestían de traje y tenían unos treinta años. No tengo idea de qué lo llevó a decir eso, pero su frase se me grabó justo porque tiendo a lo contrario: a la introversión (en efecto, yo estaba comiendo solo). Si el mundo es de los extrovertidos, ¿estamos en desventaja los de talante reflexivo, contemplativo, silencioso y solitario? Un poco, sí.
Por supuesto que es una desventaja que se antoja irrisoria. Los más grandes genios —dicen las películas— suelen ser introvertidos. En la división del trabajo en las empresas y cargos públicos hay puestos donde el perfil más idóneo es el del introvertido. Es alguien inclinado al trabajo intelectual y a la concentración, y que puede pasar horas en una computadora sin sentirse ansioso por no socializar. Caben aquí desarrolladores, contadores, archivistas, académicos. Desde luego hay otros puestos donde los extrovertidos llevan la delantera y a simple vista pareciera que, en términos laborales, el asunto está parejo, pero ¿lo está?
Pudo ser una frase sacada de contexto que oí por accidente. Pero si aún hoy la recuerdo —muchos años después de haberla escuchado— es porque muchas cosas en el mundo parecen darle razón. Las campañas publicitarias, por ejemplo, no sólo ocupan mayormente gente de piel clara, también celebran la vida de los extrovertidos y exhiben, con desdén, la introversión (los ñoños, los solitarios, los tímidos, son presentados como perdedores en la vida). La televisión también reitera ese discurso. Ninguno de los conductores de los programas da la más mínima señal de ser antisocial. Por el contrario, su extroversión es exultante a un grado antinatural.
Dividir el mundo en extrovertidos e introvertidos es simplificar. En la compleja realidad humana una cosa no excluye a la otra. Ambas palabras son neologismos, lo que significa que fueron introducidas al idioma en tiempos recientes. Se empezaron a usar en los años veinte por el psicólogo alemán Carl Jung. Antes de esas palabras, la sociedad estaba mejor matizada por un lenguaje que admitía, sin segregar por grupos contrarios, a melancólicos con platicadores, a retraídos que podían ser afables, a los amigueros que podían tener un día huraño. Como individuos no ocupamos un punto fijo: nos movemos por la zona media entre la absoluta extroversión y la introversión radical, donde ambos extremos serían casos clínicos. Nadie es introvertido o extrovertido, sino que más bien tendemos a una cosa o la otra.
Lo cierto es que —para enfado de nosotros, los introvertidos— la cultura de negocios sí favorece a las personas más sociables. Además, son más felices. Se comunican de manera más eficiente y establecen vínculos con más personas, de manera que con menos esfuerzo tienen más oportunidades a la hora de formar equipos, y hasta aprender idiomas. ¿Un introvertido no puede formar redes sociales y equipos de personas leales? Claro que puede, pero tiene que esforzarse porque la interacción no le es natural. Debe racionalizar lo que para los otros forma parte de su instinto. Necesita obligarse a la simpatía, a la sonrisa fácil, a la conversación chacharera. Y debe hacerlo disciplinadamente, de modo que con el tiempo no se note la diferencia, salvo en los momentos en que ya no puede más y debe salir a respirar aire fresco. A solas.
¿Y qué decir de los genios, de los que el equipo de los introvertidos se supone que puede presumir a los más impresionantes? Son más bien un mito. El genio es una anomalía estadística. Uno en cien mil habitantes. Es decir: se necesitan cien mil introvertidos para tener un genio. En la misma estadística, si se reúnen cien mil extrovertidos, uno de ellos también será genio.
Por supuesto, el cliché del genio siempre dibuja a un torpe social que, por otro lado, puede resolver ecuaciones complicadísimas, componer sinfonías maravillosas, o inventar una red social de miles de millones de afiliados. Hay cierta ternura en el inadaptado que triunfa. Su contraste interno resulta encantador. En esa tipificación de los genios es difícil saber qué es primero: si el riquísimo mundo interior resultó de entrada más fascinante que el anodino mundo social y eso acabó en aislamiento. O si el aislamiento (producto de pobres habilidades sociales) condujo a un enriquecimiento del mundo interior al grado que terminó siendo un lugar mejor que el mundo real (que de por sí no es agradable para quien no sabe interactuar). Al final esos genios cliché son víctimas de sí mismos: se esfuerzan tanto porque patéticamente añoran fluir como el resto del mundo.
Los genios extrovertidos, en cambio, no causan ternura y su patetismo es menos evidente. Fluyen en el mundo como si fuera suyo, y provocan otro tipo de fascinación, aunque más mundana. Si dibujáramos el cliché de estos personajes tendríamos a esos sujetos sonrientes y muchas veces bronceados que, en sí mismos, son “la imagen del éxito” (¿se acuerdan de Donald Trump, ese extrovertido que salió del mundo inmobiliario?). Tal vez estos personajes no logren las profundas sutilezas del genio atormentado, pero qué más da. No las necesitan.
Pensar que el mundo pertenece a un grupo humano —el que sea— es discriminatorio. Claro que la microdiscriminación que persiste contra los introvertidos en la edad adulta es ínfima comparada con la discriminación por motivos de género, de raza, de clase, de nacionalidad, de etnia, de orientación sexual o de religión, que sí es gravísima, es más urgente y es letal. (Con los niños introvertidos en cambio es otra cosa: seguirán sufriendo bullying por los otros y, a lo largo de su desarrollo se acostumbrarán a sentirse desplazados, a tener silencios incómodos, a no fluir, a deprimirse.)
La cultura actual privilegia la socialización y la imagen sobre la reflexión y la palabra; y ha fundado en la extroversión sus mecanismos de mercado. ¡Incluso actividades esencialmente introvertidas como la lectura se han convertido en eventos sociales! Sobre esto, hace poco me topé con que existe Goodreads, una red social donde pones los libros que estás leyendo, y los calificas; e indicas los libros que quisieras leer para que tus amigos de la red te los presten o regalen. Es una red social para introvertidos, qué bien… y por supuesto, es aburridísima.


Felipe Soto Viterbo es novelista, editor y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
Negocios Inteligentes es un medio plural que admite puntos de vista diversos. En tal sentido, la opinión expresada en esta columna es responsabilidad sólo del autor.
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