Tarde o temprano, esta columna “sobre la narrativa de los negocios” tendría que hablar sobre los relatos disonantes (y aterradores) de la contienda electoral.
En México la política no es un negocio, es un negociazo. Lo natural, por tanto, sería pensar que su narrativa es semejante a la de la iniciativa privada. No tienen nada que ver. En el sector privado se busca atraer y emocionar a las audiencias de forma que un cliente potencial se convierta en un cliente asiduo. Del relato político podría esperarse lo mismo, que el votante potencial se convirtiera en votante asiduo, pero la mente no funciona igual al abrir la cartera que al depositar el voto.
Uno compra para satisfacer una necesidad, mientras que el voto es opcional: puedes pasar tu vida entera sin cruzar una boleta. También: a todo un país le tiene sin cuidado qué marca de detergente uses; en cambio un porcentaje importante de la población considera que debes votar por su candidato y no por los otros. Además: que al final se vendan más cocacolas que pepsis (o al revés), no impactará en lo más mínimo en el futuro de una nación. Pero sí puede haber cambios importantes si gana un candidato en lugar de otro.
Otra diferencia fundamental está en que si bien las multinacionales y los partidos políticos tienen asignados cuantiosos presupuestos para comunicación, las primeras tienen que eficientar esos recursos y buscar un retorno de inversión. En la política mexicana no se trata de ganar las elecciones, sino de no perder el registro (algo que rara vez sucede). En realidad más bien es repartir los millones entre los allegados. ¿Retorno de la inversión? ¡Del INE! Jajaja. Si las elecciones se ganan, qué mejor; pero lo primero es sacar una rebanada lo más grande posible del pastel presupuestal. Esto lleva a una sobresaturación de mensajes en los que no sólo no importa el mensaje, ni siquiera importa el candidato, el partido o la coalición que pretendidamente se anuncia. Sólo importa la cantidad: justificar el presupuesto asignado y apabullar en cifras.
La narrativa política en México sigue un camino tan abiertamente disfuncional que de plano no busca cautivar, sino alienar a las audiencias. Es así que el relato de los candidatos a la presidencia va en franca descomposición. El problema no es el clima prevaleciente de guerra sucia —que está presente en todas las batallas políticas en el mundo— sino en la debilidad de los discursos.
Por un lado, el desgastamiento de las propuestas de Andrés Manuel López Obrador, candidato puntero en todas las encuestas. Por el otro, la irrelevancia y desesperación de los discursos de Ricardo Anaya y Antonio Meade, que compiten por el segundo lugar. De los independientes, ni hablemos.
En López Obrador es comprensible que tras estar todo lo que va del siglo en campaña por la presidencia, el discurso muestre síntomas de agotamiento. Argumentos que hace década y media sonaban novedosos, al menos por bautizar como tal a la “mafia del poder”, o por expresar que estaba en contra de los privilegios, ahora ya cansan. Dieciocho años en contienda lo han llevado a asimilar a su trinchera a notables miembros de la mafia del poder; y él y su familia han sucumbido los privilegios que tanto criticaba. Su narrativa sigue prometiendo que “estaríamos mejor” con él y, si va ganando, es menos por sus méritos que por los imperdonables actos del partido en el poder. Cuando sus adversarios lo acusan de que llevará al país a ser otra Venezuela, nos lleva a pensar que ellos están llevado a todo el país a ser Ecatepec.
Con Anaya, salvo que mastica algunos idiomas y es poseedor de habilidades que en nada sirven a la política, como tocar instrumentos musicales o jugar al trompo, no queda claro de qué va. Se infiere que es sumamente hábil en el juego del ajedrez político. Esto por la forma como se quitó de encima a todos sus adversarios no en uno sino en dos de los partidos que en un momento fueron antagónicos y ahora, incompatiblemente, van juntos con él como líder. Pero ser hábil en el ajedrez político no te hace la persona idónea (sirva el traumático recuerdo de Carlos Salinas de Gortari como alguien que también era un campeón en el manejo de sus piezas). El ataque del partido en el poder al señalarlo por un posible caso de lavado de dinero, ha sabido aprovecharlo a su favor. Pero de nuevo, ¿qué pretende hacer cuando gobierne? Sobre todo al frente de una coalición de derechas y de izquierdas que no se sitúa ni a la derecha ni a la izquierda, ni al centro. Ni idea.
Finalmente, Meade… Es cuesta arriba construir la mínima credibilidad cuando se es el campeón del PRI, que no gobiernan y más bien se dedican tiempo completo al desvío millonario de recursos, a la frivolidad y al descarrilamiento de toda iniciativa que pueda llevarlos ante la justicia. Si bien nada indica —aún— que él en persona haya desviado recursos, no ha podido sustraerse a la sospecha por haber estado al frente de instituciones que, en teoría, deberían de saber de la existencia de tamaños desfalcos. Tuvo algo parecido a un auge en los primeros diez o quince minutos de su candidatura, que parecía que podría ganar porque era “apartidista”. Pero ¿quién le cree?
Vistas así las cosas, adelanto un pronóstico irresponsable y de cantina, basado únicamente en la narrativa: Andrés Manuel va a ganar. Está desgastado, pero los otros están perdidos. Anaya podría dar una sorpresa, si empieza a comunicar con contundencia qué podemos esperar si gana, pero se está tardando (y no se ve que tenga intenciones de hacerlo). Para Meade no hay salvación porque es el PRI. A menos, por supuesto, que volvamos a 1994, Lomas Taurinas… pero eso, sólo de pensarlo, aterra.
Felipe Soto Viterbo es novelista, editor y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
Suscríbete a la Agenda Inteligente (las noticias de negocios más relevantes) y El Fiscoanalista (novedades y jurisprudencias en materia fiscal y laboral).