el Contribuyente

La narrativa tóxica de la explotación a los millennials en las empresas mexicanas

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LA NARRATIVA DE LOS NEGOCIOS



“Es muy mal visto que alguien salga antes de las nueve de la noche”, me reprochó mi jefa en tono pasivo agresivo un día que, habiendo terminado todo, mi equipo y yo pretendíamos salir a las siete. De esto ya tiene algunos años. Las otras áreas se quedaban hasta las 11, 12 de la noche y lo presumían. Se expresaban como si desvelarse trabajando no fuera explotación sino un acto heroico. Eran millennials recién salidos de la universidad. Para muchos era su primer trabajo. Sin poder contrastarlo con la experiencia que dan los años y los sucesivos empleos, pensaban que eso estaba bien, que era lo correcto, que así era la realidad laboral. Por supuesto, jamás les pagaban esas horas extra. La jefa les hacía saber que, si no cumplían, cualquier día los podía sustituir cualquier otro recién egresado, que la pila de solicitudes de empleo era enorme y que ellos eran afortunados por tener trabajo. Nunca se discutía lo mal pagados que estaban ni tampoco que para ahorrarse impuestos, la empresa daba el salario mínimo en nómina, y el resto lo entregaba en sobres de dinero en efectivo. Duré en ese trabajo menos de seis meses.
De todas las malas experiencias laborales que he tenido en más de 20 años de vida profesional, las peores están relacionadas con empresas en las que las jornadas laborales son desmedidas (ya no digamos ilegales). Si no es por exceso de celo trabajólico, es porque imponen al personal “cuotas de productividad” inalcanzables —o por lo menos irrealizables en ocho horas de trabajo diario, o sin sacrificar la calidad del producto o la dignidad humana.
Sobran las empresas que contratan recién egresados a los que se les medio lava el cerebro con la idea de que pertenecen a una bonita comunidad de jóvenes millennials, en la que pueden hasta hacer cosas divertidas, como jugar videojuegos en la sala de recreo de la oficina, o ir disfrazados en Halloween. Los convencen de ser la envidia de los otros, los ninis, que aún viven en casa de sus papás.
En otra empresa me habían contratado como “director”. Les preguntaba a los chicos —se suponía que yo era su jefe— cuánto tiempo llevaban en ese empleo. La mayoría me contestaba que tenían tres, cuatro meses, los más aguantadores tenían siete u ocho. Lo decían como si llevaran ahí una eternidad y con cierta sensación de triunfo, porque ellos sí habían durado. Pero a cada rato veías un nuevo escritorio vacío que a los dos días era reemplazado por otro recién egresado, que creía que por fin podría iniciar su vida laboral sin saber que sería sobreexplotado, y que las posibilidades de que progresara (tanto en lo laboral como en lo personal) eran prácticamente nulas. Que iba a renunciar antes de cumplir un año y sería reemplazado.
Ese abreviado ciclo de vida laboral, de hecho, imponía una acelerada selección darwiniana del personal tras la cual no se quedaban los más talentosos e inteligentes, sino los más resistentes, que también eran los menos críticos, los más necesitados de un sueldo aunque fuera mísero, los más dispuestos a aceptar un trato humillante.
Cuando les dije a los dueños de esa empresa que apostar por la alta rotación de personal bajo esos términos no era la mejor de las prácticas, me respondieron que era lo que hasta ahora les “había funcionado bien”. No pensaban cambiar en nada ese sistema. Cuestionar sus métodos derivó en hostilidades. No duré más de dos meses y medio ahí.
Salvo en los puestos de élite, la cultura laboral en México es insana. La tormenta perfecta la forman, por parte de los patrones, los bajos salarios que ofrecen, condiciones poco legales de empleo, la exigencia de muchas horas de trabajo, poco interés real en la capacitación y una apuesta por la alta rotación de personal al que se le explota y humilla esperando que renuncie pronto, de modo que no haya necesidad de pagar liquidación. Los trabajadores también ponen  de su parte, inadvertidamente: en ellos recae la nula disposición a denunciar o demandar, porque podrían “quemarse” y arruinar su futura carrera profesional (porque ¿quién va a querer contratar a un empleado que denuncia a sus patrones?).
Las cifras de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) muestran un vergonzoso último lugar para México en el rubro de horas de trabajo: un promedio de 43 horas a la semana, casi siempre sin pago de horas extra, para totalizar 2255 horas al año. Eso no estaría tan mal si esa cantidad de trabajo fuera proporcional a la generación de riqueza. No es así. Los sueldos nos sitúan en la posición más baja en los salarios de ese mismo grupo de naciones. Muchas horas de trabajo, mal pagadas
Las razones son profundas y tienen que ver con temas como con el poco competente nivel educativo de nuestra población, que no augura nada bueno cuando se generalice el uso de robots y sistemas de inteligencia artificial que sustituyan a nuestra muy barata y poco eficiente mano de obra. Pero sobre todo, tiene que ver con una narrativa tóxica que tenemos imbuida en nuestra cultura de negocios: el deseo irracional de acumulación de poder y capital, en lugar de la búsqueda deliberada de generación de riqueza. Esa narrativa, llevada a sus extremos, tiene por desgracia ejemplos obscenos en la figura de algunos ex gobernadores y políticos en funciones dedicados más al hurto en beneficio propio —o al encubrimiento de quienes roban— que al gobierno en beneficio de la población. No es de extrañar que en estos tiempos electorales pidan que no nos fijemos en sus tropelías, y que mejor miremos los “avances” (?) de su “gobierno” (?). Sinvergüenzas.


Felipe Soto Viterbo es novelista, editor y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.
Negocios Inteligentes es un medio plural que admite puntos de vista diversos. En tal sentido, la opinión expresada en esta columna es responsabilidad sólo del autor.

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