el Contribuyente

Esta es la narrativa del negocio que permite encarecer el precio de las drogas

drogas, guerra sucia

Foto: Shutterstock

Felipe Soto Viterbo nos explica cómo funciona el engranaje que ha convertido a las drogas en un negocio millonario.


Sobre el narcotráfico nos han contado un cuento. Lo han repetido en series de televisión y en películas; pero también en noticiarios y en los periódicos; y en los discursos políticos; y nos lo hemos tragado ciega, ingenuamente. Es como una eterna película de vaqueros: hay malos y hay buenos. A los malos se les combate y los buenos son los que, se supone, al final deberían ganar. Pero como todos los cuentos de vaqueros, no se ajusta a la realidad: los apaches no eran necesariamente los malos, y los cowboys bien pudieron ser unos genocidas —aunque el cuento los ha favorecido siempre—. Que haya buenos y malos siempre es conveniente porque evita que pensemos de más. Nos gusta ese cuento porque nos da superioridad moral y nos ahorra pensar en complejidades. Las redes sociales suelen ser un triste termómetro de ello: cuando hay un desaparecido o un asesinado, en seguida aparecen las voces simplificadoras que lo vinculan a “los malos”, de modo que merecía su desgracia: “seguro se lo buscó”.

Otra semejanza de la narrativa del narco con las películas de vaqueros es la frase que define al western: “En una tierra sin ley…” Ya sabemos qué pasa cuándo no hay ley: el Estado no asume la función de brindar justicia y entonces entramos en el terreno de las venganzas, los ajustes de cuentas, la impunidad. Esto es México y la inmensa mayoría de los muertos que carga este país por culpa de las drogas no ha sido por consumirlas, sino porque hay una guerra y hay impunidad. La mariguana, por ejemplo, por sí misma no mata a nadie. Las guerras en cambio sí matan muchas personas. Siempre.

Según quien elabore el conteo, la cifra va de 100 a 300 mil asesinatos vinculados a los enfrentamientos de esa guerra de todos contra todos. ¿Quiénes pelean? Los cárteles entre sí. Los cárteles contra las fuerzas que los combaten (las llaman fuerzas “del orden”, pero ese es, como se verá, un nombre inexacto u ominoso). Y las decenas de miles de víctimas inocentes que no tienen nada en contra de los cárteles ni las fuerzas que los combaten, pero de todos modos mueren, o son desaparecidos, o desplazados, o extorsionados, o secuestrados, o traficados, o despojados…

El presunto combate a los productores y distribuidores de droga ha sido, por donde se le vea, una guerra perdida. El ciclo opera de este modo: hay un mercado de millones de personas que buscan activamente drogas que, en sí, costaría relativamente poco producir y distribuir, pero debido a que esas sustancias se prohíben, y se combate a quienes las producen y distribuyen, y a que hay gente involucrada, y gente inocente que muere o es perseguida a causa de ese combate, la droga eleva sus costos de manera exponencial. Unos cuantos kilos que no valen gran cosa en su lugar de origen, terminan costando muchísimo dinero cuando llega al consumidor final.

Esos capitales ingentes se reparten entre los que no mueren, sea porque nadie los persigue, sea porque los persiguen y escapan, o porque deliberadamente los dejan escapar. Es un negocio en el que cada quien hace su parte: los productores producen, los distribuidores distribuyen y los gobiernos ponen las dificultades para que la droga se encarezca, de modo que todos reciben los frutos de esa empresa. Hay quienes reciben más dinero que otros. Hay quienes reciben más balazos que otros. Lo importante es que la mayor parte del dinero se reparte entre los involucrados, sean productores, distribuidores, o los enfrascados en el combate. Al final, la mayor parte de la droga que se produce llegará al mercado que la solicita y que para satisfacerse está dispuesto a pagar lo que haga falta.

La pregunta a estas alturas ya cansa: ¿cuántos muertos más necesitamos para darnos cuenta de que las drogas no son el problema, sino la guerra con la que se las combate? ¿Cuántos muertos más necesitamos para darnos cuenta de que es la guerra lo que provoca que estas eleven sus costos y, por tanto, llegue muchísimo más dinero a los que están involucrados con ellas: no sólo a los cárteles sino a los gobiernos? Y otra pregunta: ¿Llegará el día en el que los políticos admitan su parte en ese mercado, y estén dispuestos a retirarse, legalizar, y combatir lo que sí sea delito y dejar de combatir lo que no debiera serlo? (Una pista: sembrar vegetales, transportarlos y, acaso, consumirlos, no es; nunca debió ser un crimen.)

Por fortuna, poco a poco, la narrativa de buenos contra malos ya empieza a caer por su propio peso. A partir del primero de enero, el estado de California en Estados Unidos, legalizó completamente el uso de la mariguana recreativa. Sigue los pasos de otros nueve estados en los que ya es totalmente legal, entre ellos Alaska, Colorado, y hasta el Distrito de Columbia, donde se encuentra la sede del gobierno de los Estados Unidos. Aún falta que el grueso del gobierno estadounidense reconozca lo que es una obviedad: si quieren que deje de entrar droga ilegal a su país, necesitan, pues, legalizarla. Todas las drogas. Y tratar más bien los problemas de salud relacionados con las adicciones no como un asunto criminal, sino como lo que son: una enfermedad. A la industria del alcohol se le regula, no se le persigue (al menos no desde el fin de la Prohibición, en 1933). Y a los alcohólicos se les trata como enfermos, no como delincuentes (a menos que estén al volante).

No sorprende —a todo esto— que el expresidente Vicente Fox quiera iniciar su negocio de cannabis. Es sólo un síntoma de que hasta en México la narrativa del combate al narco se está resquebrajando. Desde luego, que sea Fox uno de los principales proponentes de este cambio en el relato es también un síntoma de su oportunismo.

¿Cuál será la nueva narrativa de negocios alrededor de las drogas? Tarde o temprano (y aún pueden pasar décadas) va a prevalecer la que no condene a los productores, o a los distribuidores, o a los usuarios sólo por el hecho de serlo. Incluso, muy posible y justamente, condenará a los causantes de la masacre actual que priva en el país. Cuando el cuento de las drogas deje de ser uno de vaqueros y de ilegalidad, y se vuelva una narrativa de negocios legales, se terminará la guerra. Pero hasta entonces.

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